Volveremos a silbar
Por Tito Vaccaro
La placa dice José González Castillo. Está fijada en lo alto de la pared, en la esquina sureste de Boedo y San Juan. Tiene fondo azul y un fileteado verde enmarca el nombre del autor de “Silbando”, caricia hecha tango surgida hace casi un siglo.
El Flaco clava la vista en el cartel y piensa. Sabe que él es de los pocos inadaptados que aún se atreve a silbar por la calle. Ya ni siquiera lo hacen sus amigos de siempre.
Sin embargo, hay música en el aire. Circula por auriculares que encapsulan al pasajero mientras, antes de pasar la gorra, un paisano de jean ajustado se acompaña en guitarra para entonar una chacarera. En la superficie, un joven entrecierra los ojos fascinado por notas que atraviesan tapones incrustados en los oídos y una conductora que, esperando la luz verde, tamborilea sobre el volante al ritmo de una cumbia santafesina. Hay melodías. No hay silbidos.
Para volver a la antigua costumbre sería necesario recobrar el buen humor, algo difícil en estos días. No resulta sencillo el andar del peatón obligado a zigzaguear sobre el asfalto que no se come, en un marco de sensaciones resbaladizas, empleos que desaparecen, ahorros pulverizados y gargantas agrietadas por la incertidumbre. Sabe que su vida está en riesgo al bajar un pie del cordón. Porque los ciclistas sin fronteras baten récords de velocidad e insolencia, porque pasan automovilistas capaces de atropellar hasta la muerte a monotributistas encargados de controlarlos, o porque algún custodio de alimentos a precios cartelizados puede pasar corriendo para demoler a palos a un viejito ladrón de queso fresco.
Llega desde el fondo aquella reflexión (¿de Mafalda, tal vez?) que invitaba a comenzar el día con una sonrisa para ver “lo divertido que es ir por ahí desentonando con todo el mundo”.
Dése una vuelta por ahí. Camine, como le dice el médico. Camine mucho. Ponga en su celular la aplicación que le informa cuántos pasos dio a lo largo del día. No pueden ser menos de cinco mil. Pero la cuestión no es darlos alrededor de la mesa del comedor. Lo ideal es andar por la calle. Así toma aire y se distrae. No se lo pierda. Respire profundo sin cortar el ritmo de marcha y observe a su alrededor.
No lo haga bajo la luna, porque aunque ya pasó el frío polar aún pueden entristecerlo los colchones callejeros de inquilinos al paso, nómades urbanos con vista al tránsito y la indiferencia. La noche no es propicia para las excursiones. Suele favorecer arrebatos de teléfonitos caros, y siluetas oscuras agrupadas en esquinas de alcoholes y fumatas variadas. Mejor de día.
Póngase el sol al hombro. Trate de olvidar que alguna vez hubo cercos y glicinas, como decía Cátulo. De todos modos, tampoco encontrará jazmines o madreselvas trepando por las rejas de algún jardín. Usted siga. No afloje. Vamos.
No hay cercos mansos. Hay vallas.
Rígidas. De plástico duro como el acero. Son muchas, surgen imprevistamente, a toda hora y en todas partes. Unas tras otras dispuestas a proteger a jóvenes y ancianos, a altos y bajos. A todos, sin distinción de sexo, credo o religión. Parece que hay una por cada habitante.
Son de color amarillo, obviamente. Como los cordones de las esquinas, los carritos de los barrenderos, las señales redondas del subte, las líneas de prevención de los andenes, las gorras y mangas de las camperas de los controles del tránsito, los cascos de los operarios, las rayas que decoran los móviles de las reparticiones. Como los globos.
Desde las nubes nuestra reina del plata debe parecer una enorme plantación de girasoles o un absurdo mar de arroz con azafrán.
El tono se propaga en las mochilas de los repartidores en bicicleta. Y en los techos de los taxis. Claro que estos últimos ya existían antes de la llegada de la revolución de la alegría.
Compleja geografía para cualquier excursionista. Novedosas barreras urbanas con cartelitos que hablan de trabajo “para movernos mejor” o “intervención de empresa de servicio fiscalizada”. No es fácil silbar en esta pista cargada de obstáculos e inexplicables monopatines para adultos tirados sobre las baldosas. Reflejo de una atmósfera amarga y desalentadora. Desdichado laberinto, del que, como se sabe, deberemos salir por arriba.
Así será.
El Flaco deja de mirar el cartel. Baja la vista y se dice que no hay que resignarse. Que confía en nuevos tiempos.
Recuerda los versos del antiguo tango: “gimiendo un lánguido lamento”, cree oír el “aullido de algún perro vagabundo” y como el “reo meditabundo” se “va silbando una canción…”