Volver
Tantas veces comentó mi padre su deseo de volver a vivir en Boedo, que eché mano a la herramienta: la escritura de la novela propia. Edgardo Lois
Una mañana caminábamos juntos cerca de la plaza Mariano Boedo. Sucedió. Encontré una casa, el plano general. Calle Oruro, una cuerda de tiempo por donde en sueños aún toma la curva el tren de la basura. Cercana al límite con Boedo, la casa aparecida para morada del artista plástico, está ubicada en San Cristóbal. Asegura el poeta Rubén Derlis que el habitante de los límites entre barrios se guía por pertenencia de cuore, y no por la traza estricta de una frontera. Así Rolando dejó Martín Coronado, y pudo volver al barrio.
Pedí a mi padre que pintara un cuadro de la casa. Lo hizo. Un acrílico. La idea creció. Suelta ya la escritura, encontré la máquina del tiempo que llevaría al pintor a distintos momentos del pasado. Una larga declaración. Una memoria. Entonces hizo falta el testimonio sobre la vida del viajero. Mi padre habló por horas. Contó sucedidos. Así nuestros encuentros al pie del grabador. Sin embargo, en la magia de este regreso, mi padre nunca llegó a leer Sombra y garúa, el “lugar” donde se escribió la novela de sus días. Verdad y ficción. Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo. Y aquello que nunca fue historia. O ahí nomás, cerquita, el encuentro con el costado literario de la vida.
En primera persona el pintor cuenta: “(…) Sé que mi imagen en la calle intriga, más en Oruro, más en la manzana donde se ubica la casa. Mi casa llama la atención. No es igual a otra, no hay en todo el barrio una que ni de lejos se le parezca. (…) Fundé mi decisión en que estaba cansado de vivir en la provincia, que necesitaba volver a la capital. Esto era cierto, pero todavía era más cierto que la casa me embrujó con su aspecto de casa embrujada. La vi por primera vez de mañana, enseguida supe que en su fachada, y sin importar la ubicación del sol, nunca faltarían las sombras. Es casa de planta baja y primer piso, como ya anoté en estas páginas, y es casa que al frente presenta una cara escarpada, tajeada, es cara de animal de otro mundo, es cara con muchos ojos, ojos de mosca gigante. Sus ventanas son ojos deformes que no responden a estilo alguno, es cara de cuchillero acorralado que todavía lleva puesto el sombrero. Mi casa cara de mosca lleva seis ventanas al frente, todas distintas. Lleva boca como portón, pero no, es puerta ostentosa pintada de verde oscuro. Mi casa lleva una torre almenada en su centro. La pared que da a la vereda está pintada de verde claro con toques de un color ladrillo, o terracota, o naranja sucio. Las paredes que se levantan pasada la puerta y que llegan a las distintas alturas que presenta mi lugar, dan la impresión de haber quedado en origen con el último alisado del cemento. Pero en realidad, alguna vez estuvieron pintadas con cal (…). Las lluvias sucesivas la fueron lavando o gastando. Como si fuera a desaparecer, esa es su apariencia hoy. La casa está bastante dejada, en los techos de tejas hay faltantes notorios. Parece abandonada, esa es la imagen que transmite. Para los vecinos es algo parecido al castillo que tenía el conde en el Drácula de Bram Stoker, o mejor, esto si tuvieran noticia, parecida a la casa que se hallaba en el borde del barranco de La casa en el límite de W. H. Hogdson, que era una casa asediada por extraños seres que escalaban desde la profundidad para terminar con la vida de sus moradores. Mis seres, los que me asedian, no provienen de barranco alguno, trepan nomás desde las miserias de mi memoria, desde mi dolor de hombre nacido sombra. (…)”.
Rolando vivió desde los 10 años en una casa chorizo ubicada sobre Avenida Independencia, entre Colombres y Castro Barros. Desde pibito hasta muchacho de café. Festejó sus 18 en el boliche El Derrumbe, sobre Boedo. Vivió en el barrio hasta ser el hombre joven que partió a hacer la vida mientras iba de camino a Martín Coronado. Desde su taller de pintura escribo estas líneas. A más de dos años de su muerte, anoto que siempre quiso volver a vivir a Boedo. Y de alguna manera lo logró, es lo que hay en este “libro casa” al que, de tanto en tanto, regreso.
Ser una sombra, dice el personaje en su casona de Boedo: “Nací sombra, y de tanta sombra nací a la pintura.
Soy pintor, artista plástico, me defino como figurativo, paisajista, utilizo el óleo; elijo colores en gamas bajas, salvo cuando me voy de recreo al acrílico, pero cada vez ocurre menos. El acrílico deja que entre un poco más de luz en mi alma.
Soy un hombre viejo, y siempre me acompañó mi sombra, es más, debido a esa compañía, con el paso de los años, supe que había nacido sombra. Que hay sombras y sombras, lo supe después. (…) Quizá por eso siempre pinté sombras, quizá por eso tanto me gustó la noche, en esta casa de Boedo y en mis paisajes recordados.
Fue en la noche que descubrí una nueva puerta”.
El personaje de Sombra y garúa descubre, cuenta, su magia escondida en una terracita, ubicada en el fondo de la casa, sobre un patio silencioso: “(…)admito que lo tenía casi todo claro a mis ochenta años hasta que me dormí junto a la ampelopsis.
Son sus semillas las que explotan desde una especie de racimo. Cada una de esas semillitas verdes, ínfimas, cae, rebota, se desliza por el cuerpo carnoso de las hojas de la enredadera que cubre las paredes que rodean el patio y la terracita. Las semillas van de hoja en hoja hasta el piso. Allí, sobre la baldosa, aparece pintada una franja verde que tiene un ancho de treinta centímetros. El sonido amanecido es el de las mejores garúas, lluvia chiquita y lenta, lluvia neblinosa, aliento y lágrima de cientos de fantasmas.
Fue en aquella noche que descubrí, que supe que había encontrado la perfecta máquina del tiempo. Se construye o la construyen durante diciembre, lista para usar durante veintitantas noches, entre la primera oscuridad y la hora mágica en que los carruajes vuelven a ser calabazas: este es el tiempo que dura la explosión de su semilla.
Todo sucedió y todo puede suceder dentro de mi casa”.
En cada encuentro frente al grabador mi padre apuntó hacia distintas direcciones temporales, en todas las charlas se acomodó el buen fantasma de la garúa verde que lo llevaba hasta aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo. Como si se dejara llevar en las palabras, bajo la lluvia fina soñar con un momento del pasado. Volver. Regresar. Rescatar.
El taller de mi padre, este al que ahora regreso, al que de alguna manera hago mío, es memoria. Escribo en el taller que llevé en barrilete hasta la casona de Oruro, donde aún vive mi padre. En este mismo taller, donde ahora vivo, también vive mi padre en su pintura, en fotos, en los objetos queridos. Estoy de regreso por una temporada. En rudimentario museo el tiempo se manifiesta, respira, acompaña. Ocurre mientras escribo sentado al escritorio de trabajo del pintor. Deslizo la tabla derecha. Un acontecimiento mágico fue descubrir estas presencias –un estante a cada lado del cajón central del mueble– cuando el pibe que fui alcanzó la muesca, la llave, en el roble eslavonia. Otro mundo de juegos. Ante todo fue la posibilidad de apoyar mi mano, como ahora mismo hago, y acariciar la madera donde ayer, mi padre y yo, acomodamos papeles, libros, bocetos, y mis poemas pibes de cuando decía que quería ser poeta como el abuelo Julio.
Mi abuela Eufemia no volvía a su casa. Ella decía, invitaba a volver a “las casas”. Ese detalle en la afirmación se guardó en mi memoria. Me pregunté en algún texto si esa diferencia se debía a una costumbre que venía desde la noche en Santa Teresa, en la Santa Fe natal, o se debía a una inesperada sabiduría de Eufemia con respecto a que la criatura que somos, a lo largo de la vida, suma, casi siempre, algunas casas a las cuales regresar. Mi padre siempre quiso volver al barrio de Boedo, una casa, una pertenencia, y volvió a una casa entre la verdad y la ficción, en el límite. Y está la casa chorizo de Independencia. Él siempre atento a ese regreso. Hasta la casona de Oruro llevé este taller de Martín Coronado, que es de mi padre, también su casa, una de ellas, a la que también regresa. Y desde el Boedo, imperfecto y literario, yo también vuelvo –ahora mismo, mientras escribo esta nota, y apoyo el brazo sobre la tabla del escritorio– a mi casa, una de las casas a la que siempre vuelvo.
Edgardo Lois / Abril 2022 / Buenos Aires