Voces al paso en la Avenida Mayor
Tarde de sábado. Frío de invierno. Sol que protege. Se diluye una semana tensa, con manifestaciones en el centro, declaraciones que se cruzan como dardos, reclamos que no cesan, soluciones que no aparecen. Dudas. Incertidumbre. Sin embargo, hoy todo parece en calma. Tito Vaccaro
Le parece que hay demasiado silencio. Mira el asfalto, una alfombra callada, lisa, sin pliegues ni agitación. Cree escuchar cánticos que fueron esenciales en la gesta por nuestra plaza. Oye el bullicio de gloriosos momentos del Ciclón. Lo entusiasman los ecos del paso alborotado de las murgas. Siente el ritmo de los tangos de algún festival a cielo abierto.
Recuerda enseguida el título de una película de Lucas Demare: “La calle grita”. Se pregunta si las quejas tomaron un descanso de fin de semana. Sospecha que las gargantas están mudas en el subsuelo. Y en su juego ilusorio se atreve a parafrasear a Baldomero Fernández Moreno: “Piedra, madera, asfalto… ¡Si me enterraran bajo el pavimento! Piedra, madera, asfalto… ¡Y en la calle de mis cuentos!… Piedra, madera, asfalto… Casi no estaría muerto…”
Un murmullo lo hace reaccionar. Percibe, como nunca antes, sonidos que surgen de las veredas. Imagina una sinfónica de múltiples instrumentos con un coro dispuesto a acompañarlo. Complacido con la idea, decide ensayar un ligero inventario para animar el paseo.
Lanzado a la tarea, cree que las rígidas figuras cobran vida y le dirigen la palabra. Desde el busto ubicado en la boca del subte, Aníbal Lomba le cuenta antiguas historias del barrio. Más adelante la efigie de Onofre Lovero agradece aplausos al final de una obra. Cruza la calle y, delante de la joyería, la imagen de granito de una joven le lee un poema. Sigue el camino y, frente al Banco Ciudad, la estatua de José González Castillo le cuenta secretos de la Peña Pacha Camac. Vuelve a cruzar. Desde un robusto pedestal lo saluda el escultor Francisco Reyes, y le llega luego un consejo protector desde el monumento a la madre.
Al comenzar el viajecito dejó atrás el puesto de la florista y creyó oír “Salió la sexta, con el fulbo y las carreras”. Pero sabe que el canillita quedó en el ayer. Ve, en cambio, cómo ahora la prensa gráfica es exhibida en sólidos puestos de diarios, cuyos vendedores dialogan con los clientes desde sus refugios. Son protagonistas de conversaciones que forman parte del concierto de fondo. Allí están el puesto de Boedo y San Juan, los de la sinuosa esquina de Carlos Calvo –uno delante de la casa de electricidad, el otro, en la orilla de enfrente, para que su ocupante mire la colección de zapatillas–, y tres más antes de llegar a Independencia: los instalados pasando el supermercado y el que mira cómo los vecinos entran a la confitería.
La orquesta es muy amplia. La gente se acostumbró a ocupar mesas en las veredas y, a pesar de la baja temperatura, se instala para charlar café de por medio o tomar algún vaso de cerveza. Ya son comunes los sectores aislados mediante toldos y varios espacios tienen eficaces fuentes de calor. Con sus diálogos y pedidos, los clientes hacen su aporte de susurros y exclamaciones.
Claro que también hay solistas destacados. Usan micrófonos y actúan con soltura. Delante de la farmacia, la joven rubia canta como Patricia Sosa. En la cuadra siguiente, un muchacho de campera y gorro de lana entona suavemente “El día que me quieras”.
Sigue la caminata decorada por artesanías expuestas a ras del piso. La amplitud de las veredas permite que los productos sean exhibidos sin entorpecer el paso. Afiches, cinturones, pinturas, libros, cartelitos con nombres de pila, clásicos sahumerios, infaltables barbijos, gorras y pañuelos, aros y pulseras. Los diálogos entre vendedores e interesados también suman sonoridad al ambiente.
Empieza a oscurecer. El Flaco cruza Independencia. Una ráfaga de viento frío agrega una nota al pentagrama. La puerta del Banco cerrado es una pared oscura, pesada, inviolable. Delante de ese muro de bronce, junto a una señora que toca el bandoneón, un hombre rasguea su guitarra. Cantan un tema litoraleño. Los pocos que pasan por delante parecen no oírlos.
La puerta lateral está abierta. Llega al cajero y saca el dinero. Sale. ¿Una ayuda, señor? dice una mujer sentada en la vereda. A su lado, un chico juega con un balde de plástico como si estuviera en la playa. ¿Una ayuda? No es un grito de la calle. Es una voz desde abajo, una súplica sobre las baldosas.
El sonido de fondo parece más triste. Hay que volver. Busca apoyo en su memoria. Recuerda que el gran Cátulo escribió Tinta Roja, que como nadie cantó Fiorentino: “Veredas que yo pisé…”, y Caserón de tejas, hecho un mojón por la tana Rinaldi: “Te acordás hermana de las tibias noches sobre la vereda…”
Y, para cerrar la función, como un secreto consuelo, cree escuchar la voz de Rivero:
- “Estás como siempre, mi vieja vereda,
- y yo con los años, ya ves: soy igual.
- No vale la pena charlar cosas tristes,
- tal vez el recuerdo nos vuelva a juntar…”