Un trabajo de costurera pobre
Un camino de tinta. El sueño de la palabra anotada. Artilugio mágico: la escritura. Un escritor. Cualquiera sea su forma de decir. El que intenta en el oficio. El tentado por las historias asume, boceta, a través de los años, su voz, sus maneras. Edgardo Lois
Para todo comienzo hace falta una chispa. La damisela aparece desde un mundo fantasmal. Buenos fantasmas caminan las veredas del barrio. Guarda chispas maravillosas la urbanía. Se abriga la vida en el barrio con mantas temporales que conservan caliente el centro, el secreto de la naturaleza. Por eso aún el abuelo. Por eso aún el padre. Por eso elijo Boedo. El barrio, desde el inicio de la eternidad limitada de esta escritura, es la página en blanco que me guarda. Página de cada vez en el libro de la memoria.
Veo a mi abuelo Julio Martín llegar a la casa, y sentarse frente a mi padre. El abuelo trae unas pocas hojas sueltas. Lee mi padre una a una. El abuelo trae poemas en el aire de la mañana. Luego mi padre anotará los poemas en cuadernos Sarandí. En ellos aún se guarda el abuelo. Julio Martín no había ido un solo día a la escuela. A los 14 años dormía en un carrito de panadería. Digo, pienso que, para escribir su poesía interna, aprendió a anotar de manera enrevesada. Como podía con sus manos de hacer. Hasta las manos del hijo. Alguna vez tuve 10 años. Por allá lejos, tiempos en Martín Coronado, decía que quería ser poeta como el abuelo. Era el tiempo de las primeras lecturas. De los primeros poemas. Tuve de amigo a Huckleberry Finn, tuve una tía Poly, hubo piratas, y un inolvidable perro lobo. De pibito también supe de la casa donde vivió Martín Coronado, escritor. De pibito, mientras iba camino a visitar –junto a mis padres– a mi abuela Eufemia, pasaba frente a la casa. Corría hasta el alambrado. Deslizaba la enredadera de la cerca alta, y espiaba la casa. Pintada de un rosa viejo. Silenciosa. Testigo. Galería al frente. Una casita. De pibito supe que era una casa distinta porque en ella había vivido un escritor. Un hombre que ejercita la mirada, que busca ver entre pensamientos, entre sucedidos. Un escritor bien podría ser un hombre que intenta contar el mundo a los otros, aquellas personas que no se ocupan de ver y contar el paisaje y la idea mientras sucede la vida. De pibito supe de la imagen del escritor, del trabajador del oficio, porque existió el día primero de ingreso a la órbita del libro, el planeta casa donde vive el puñado de almas del escritor. La lectura como puente iniciático que puede llevar hasta la escritura; y la imagen, su presencia: el buen fantasma del abuelo que me acerca una hoja para beberla hasta su fondo blanco. La lectura, la escritura de la novela o el poema, o un puñado de líneas para refundar el recuerdo; así el universo del tren suburbano que me llevó, me lleva hasta la última estación; así desde el principio del ovillo bien marcado sobre el mapa del tesoro.
Hace meses que guardo en la memoria un cambio de figuritas entre dos poetas de Buenos Aires. Rubén Derlis compartiendo un poema. Otilia Da Veiga haciendo un comentario. Reescribo la escena. Recorto el ciberespacio. Pego palabreros en otro paisaje. El encuentro sucede en Margot. Derlis llegado desde su Coghlan. Otilia desde su San Cristóbal. Perfecta una mesa en Margot. Derlis abre uno de sus libros: Homo porteñensis. En el momento en que la tarde afina su punta para anotar la primera parte de la noche, el poeta lee: De abril y sin olvido. Regresan otras Buenos Aires: Resta decir que fue distinto: / otras calles donde salvé mi juventud de posibles naufragios, / esquinas donde me encontraba / silbando “Ojos negros” y Shelley bajo el brazo. / (Así entreverado se dio todo en el sur / donde crecí entre amigos / con el corazón acelerado en urgencia de vida.) / Entiendo que no volveré a ese ayer, / cuando Agrelo arriba me iba Guayaquil por las tardes / hasta el ángulo oscuro de Coronda / donde una débil luz de aceite y moho / chorreaba sobre el portón del mercado / y era abril y mi tristeza. / Cuando anduve veredas / buscando los pasos / de los poetas que fueron de esta ciudad, / decirme: —“Por aquí pasaron…”— / y estallar la poesía que no cabía en mi pecho. / Ahora mi tiempo es éste, / los días de la verdad inapelable, / y entiendo el sol, / su desparramo luminoso hacia adelante; / pero no quiebro mi espejo de distancias / –los amados ojos enterrados / me miran desde un olvido que no es cierto– / donde suelo verme a veces en pasado.
Otilia guarda silencio. Vuelve la palabra. Ella dice: Querido Rubén; somos los cronistas de nosotros mismos. ¡Hermoso poder ponerlo en un poema!
Cronista del barrio que toca por destino. Allí el plano general donde será la vida de los nuestros. Cronista de uno mismo. Cronista de la memoria. Cronista de los días del mientras tanto. Un hombre escribe. Cuenta sucedidos y emociones. Un hombre es cronista que escribe la novela propia. El libro de historias que comenzó a escribir hace tiempo, allá lejos, cuando las primeras lecturas.
Escribió el poeta Rafael Vásquez, un juntador de palabras, el poema Advertencia. Lo convida frente a la mesa en Margot. Porque así se anda por los días, entre las manos de la vida y de la muerte. De su libro Explicaciones y retratos, avisa Rafael: Antes que nada, una advertencia: / Fuera de lo aprendido y olvidado / no hay nada en mi bagaje de estudios incompletos / que afiance mis saberes. / Fui detrás de una búsqueda / por lecturas sin orden y sin tino, / por el placer de descubrir un verso, / por conmoverme sin intermediarios. / Libro a libro y estrofa por estrofa / armé mi itinerario y mi ganancia / con nombres resguardados muy adentro. / Cada vez que encontraba maravillas / me encontraba también. / Cuántas celebraciones hubo, desde la adolescencia, / para armar mi camino de poesía. / No es mi orgullo, es apenas mi penuria / de no saber vivir sin el poema.
Pasa la vida del hombre que escribe. Aroma la seducción de la escritura vampira. En origen se guarda en rojo, así la tinta, luego, como decía el escritor Gabriel Montergous, siempre se escribe en el aire, en el viento. Dulce vampira. Una trabajadora de la memoria. Del intento de vencer al olvido. Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo.
Cierra este remolino de tiempo un fragmento de Retazos, un texto inolvidable de Mónica López Ocón, poeta periodista de Tiempo Argentino: (…) Quizá sea porque el mundo no tiene sentido y me urgía inventarle alguno que elegí el oficio de coser palabras. Las palabras, como los retazos de mi madre, son inexorablemente viejas, usadas. La filología da cuenta de los remiendos que han sufrido a través de la historia hasta llegar a nosotros que las lucimos como recién estrenadas.
Yo las trato como aprendí de mi madre: las miro de trasluz, las pongo sobre la mesa, las corto con una tijera, las combino por colores y texturas, las dobladillo, las pespunteo, las pongo al bies… Escribir es, por excelencia, un trabajo de costurera pobre: lograr sentidos nuevos con palabras gastadas.
Hilvano palabras. Trabajo el oficio. En el camino –sucede a veces–, fugaz y eterno, me encuentro en el poema.
Edgardo Lois / Junio 2022 / Buenos Aires