Un tango de Eugenio Mandrini
Por Edgardo Lois
Vivo hace tres años en Gualeguay, al lado de un río al que se mira de frente. ¿Extrañás Buenos Aires? Contesto: el puñado de afectos que en ella vive, y algunos de sus paisajes, extraño mis cafés: el Margot y el Cao: extraño Boedo y San Cristóbal y en ellos imagino a mi gente.
Gualeguay es la vida un tanto más calma: aunque hoy los aires de cambio han trastocado las prioridades de la criatura humana; Gualeguay es mi hija creciendo mientras sabe de la mirada sobre la naturaleza, es la historia sustanciosa de sus muchos creadores y mi trabajo de escritura, es su gente: los que están fuera de la repetición insípida de los días, especie nefasta que domina la mansedumbre globalizada.
Vivo en Gualeguay y extraño lo señalado de Buenos Aires. Todo clarito hasta que leí el último libro del poeta Eugenio Mandrini: Con voz de perro lunar.
Mandrini abrió su película: gran plano general sobre la ciudad: su poema. Si hay algo que no puede faltar al momento de contar mi ciudad natal es la lluvia. Leo en No habrá ninguna igual a esta lluvia: (…) // (¿Quién dijo que no se muere de lluvia? / ¿Acaso no se muere de vino o de pena / al atardecer de cualquier empecinado atardecer? / ¿Y no se muere de solo y también de multitud? / ¿Y no se muere de olvido en olvido o de sueño / que no fue o de espejo cuando nos mira como / diciendo adiós?) (…) // Llueve y es tan triste esta lluvia que bien podría / llamarse María, la que dijo ‘Ya no hay nada entre los dos’ y se / perdió en la calle de la Melancolía, que es el lugar donde las / hojas de los árboles, aunque no haya árboles, caen eternamente, / porque eso es la melancolía: otra forma de lluvia (…) // Pero de pronto, en una esquina cualquiera, abrazados / como dos náufragos o dos adolescentes, un hombre y una / mujer viajan en un beso hacia mundos que deberían existir, y es / como si entonces el sol no hubiera dejado nunca de alumbrar, y / la vida continuara imperturbable, y lo único muerto aquí fuera / este poema: muerto por ausencia de lluvia, / seco.
Digo: sí, habla de Buenos Aires y sus sintonías, habla de mi ciudad, de mi memoria.
No hay Buenos Aires sin sus poetas; mientras leo Los poetas lunfardos no usan corbata, pienso en el amigo poeta Rubén Derlis, un homo porteñensis practicante de cierta lunfardía: (…) // Los poetas lunfardos tienen trastornado el corazón: aman a esas / mujeres que trepadas a encabritados zapatones salen en / las noches a desabrochar las penas de los hombres; aman / a los melancólicos de todo, a los alegres de nunca, a los / humillados de siempre; aman al pobre gato que no posee / ni un miserable plato de gorrión, al suicida ahogado en el / océano de uva pisoteada, al mortecino oficinista que está / por incendiar el escritorio, al viejo ladrón en cuyo / esqueleto no cabe un nuevo puñetazo de la ley. Y además / me aman a mí, que nunca escribiré una línea en áspero lunfardo. (…) // Y como todos los poetas, si son verdaderos, llevan a la Muerte / consigo como otra sombra. Por eso le mienten con un / golpe de truco, la duermen con un golpe de tinto, la / desnudan con un golpe de viento, la violan con un golpe / de furca, y la destronan con un golpe de hambre que le / engulla hasta el ademán. // He querido explicar que los poetas lunfardos son los últimos / malditos que nos quedan. // Alabados sean ellos con sus terribles dedos de papel de lija / cuando acarician al pájaro esquivo de la palabra. // Alabados sean ellos, mis entrañados amigos, que no usan / corbata para no colgarse de una acacia de Constitución y / arrugar con su balanceo la bella intemperie.
Buenos Aires es el amor y el odio: el amor cuando se mira desde una ventana de café: el odio cuando la velocidad se lleva puesto hasta el último aliento. Alumbra el poeta en Algunos dones de esta ciudad sin paz: (…) // Las habitaciones de paso donde un hombre y una mujer se / refugian no sólo de la muerte, sino de todas las / máscaras de la muerte (…) // La nostalgia, hechicera que revive el pasado para ahuyentar esa / raza de sombras que vienen del tiempo, la soledad, la / costumbre, el olvido, la muerte (…) // Y los patios, que de día simulan fragmentos de islas, y de noche / semejan cuencas para espiar meteoros (…) // y además la noche, / y el vino, esa otra noche, / y el poema, furor del alma, / y los rumores deslumbrantes de esa hora / en que la muerte sea enterrada hasta el último miedo / y al dolor se lo olvide como a un diario amarillo.
Me pregunto qué sería del poeta sin su patio, presente en tantos poemas; en Antes que el patio desaparezca, lo esencial en una pincelada: (…) // Me soñé viejo, pobre, enfermo, solo, terminado, sin deseo de / mujer que venga por mi hondo bajo fondo. Pero no estaba / triste. En el sueño, había un patio. (…).
El hombre que soy en este momento en que escribo en Gualeguay, tan habitante de las variadas esencias de esta maravilla, se da cuenta de que algo ha dejado detrás de una nueva distancia. Porque el hombre se deja y se encuentra a través de las diversas distancias que se fundan en los días. Mandrini me llevó hasta mi ayer; hacía tiempo que no me devolvían mi Buenos Aires en esta sintonía nocturnal, que no me contaba un poeta con voz de perro de la noche, un poeta que chamuya entre la emoción, la pulsión de vida, y ese toque melanco tan necesario para hablar de esa ciudad sintonía. Mandrini escribió su libro como si se tratara de un tango, sustanciado en una sabihonda filosofía tanguera: letra y música, y entonces me llevó a pasear, y me alejó de esta Gualeguay desde donde escribo y pienso, y desde donde a veces vuelvo, en sueños, como practicando para cuando sea fantasma, a Buenos Aires: sin pena, sólo remembranza de la ciudad cuna, donde volví a nacer. Lo dijo el poeta Ricardo Maldonado, nacemos dos veces, de mujer y cuando se funda la identidad.