Tía Corina
Justo en el escalón de los 100, esa estadística de los records, a tía Corina se le ocurrió emprender otro camino y dejó al siglo pedaleando en el aire.
Mi tía Corina era –¡cuesta el pretérito!– uno de esos personajes inolvidables que uno trae desde la infancia y juventud como si fueran parte de su cuerpo y, sobre todo, de su alma.
Mamá, su hermana, era una amorosa y sensible mujer de hábitos muy sedentarios. Tía Corina, en cambio, una soltera independiente, inquieta y con una debilidad: su sobrino Horacio –yo, así me llamaba mi familia, por mi segundo nombre– que me constituí en el compañero de sus salidas por la ciudad. De manera que Buenos Aires comenzó a revelarme sus cúpulas, museos, cines, parques, confiterías y avenidas a muy temprana edad, de su mano, la hábil mano de modista de exquisito buen gusto que me transmitió en tierna ósmosis los primeros peldaños estéticos.
Aquella compinchería cotidiana se prolongó hasta que el pichón emprendió vuelo y la frecuencia fue dejando lugares y distancias donde la tía hizo su hogar y Horacito el propio. Las ramas de aquel árbol que nos vio crecer juntos se fueron abriendo con el tiempo y la distancia, pero las raíces comunes dejaron su huella de amor…
Hay un último encuentro, imborrable. Hace ocho años –entonces ya tenía 91– en el castillo de Alicante, España, donde dio lecciones de vitalidad a la juvenil tropilla familiar y hasta tuvo la serena apertura mental, en un íntimo tête-à-tête, para intercambiar pareceres sobre nuestras divergencias políticas: ¡Genio y figura…!
Hoy, mi tía/mamá, como siempre le dije cariñosamente, partió en resignada paz, luego del desayuno de un día común, aun limitadamente activo. Seguramente sintió que era la hora y entornó mansamente sus ojos. Eran las doce menos veinte del 29 de octubre en Vitoria, País Vasco, España.
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