Tesoro escondido
Desde el año 1988, todos los martes a las dos de la tarde, teníamos concertada una cita, casi un pacto, algunas mujeres del barrio de Villa Udaondo. Ana Bellocchio
Desde el año 1988, todos los martes a las dos de la tarde, teníamos concertada una cita, casi un pacto, algunas mujeres del barrio de Villa Udaondo, que concurríamos al taller de Manos Creativas, mi compañera y amiga Cristina Cappa –quien aportó al grupo su capacidad de contención, inteligencia, afecto y equilibrio–, y yo.
El sitio, una Sala de Salud, que en el mismo corazón del barrio era un espacio organizado y abierto a la población. Por las mañanas algunos médicos atendían las dolencias que no requerían infraestructuras hospitalarias más sofisticadas. La Sala había sido fundada, organizada y llevada adelante por Elena, una mujer cuyo fuerte liderazgo indiscutido se combinaba con inteligencia, fuerza, sensibilidad social y un dolor interior, intenso y permanente, provocado por la desaparición y muerte de su marido y una hija de dieciséis años a manos de la dictadura asesina.
Las mujeres que concurrían al taller eran de diferentes edades. Tenían en común vivir en el barrio que se había formado a partir de un loteo de parcelas baratas, dado que estaban cerca del Río Reconquista, que cada tanto se salía del cauce habitual inundando la zona y causando daños, miedos y pérdidas.
Casi todas provenían de alguna zona rural lejana, o algún pequeño pueblo pobre, del cual habían emigrado buscando trabajo y alguna posibilidad de mejorar su vida y la de sus hijas e hijos. Ese barrio popular albergaba gente trabajadora que vivía en casas humildes construidas con esfuerzo por ellos mismos. De a poco y año tras año, iban realizando mejoras, revocando, agregando alguna habitación más, pintando, asentando el suelo con baldosas o mejorando el techo, que era en general de chapas acanaladas. Lo ratifica el dicho popular: “El pobre cuando termina su casa, se muere”.
Sólo la calle principal del barrio estaba asfaltada. Por ella circulaba el transporte colectivo que conectaba el barrio con centros urbanos más importantes.
Con el objetivo de ofrecer un espacio de contención y pertenencia, habíamos llevado la idea de juntarnos para charlar acerca de nuestros problemas. Hacer tapices con retazos de telas, con la técnica del collage; surgió porque me pareció una propuesta potente y convocante, llena de colores e imágenes, una manera de comunicar más allá de la palabra. Una profesora de plástica se unía al equipo para que la deriva entre la diversidad de colores y texturas de las telas, hilos y formas, se convirtiera en un camino que otorgara armonía y unidad a las imágenes.
La propuesta, semana a semana, mes tras mes, se iba consolidando. Conseguimos instalar un espacio de confianza, de pertenencia y contención. Las reuniones eran muy agradables, con mate circulando y algún dulce para acompañar. Una ronda dinámica, casi danzante, alrededor de la mesa. El rito inicial comenzaba con las mujeres mostrando una por una, las imágenes que habían hecho y todas observando el trabajo de la compañera.
Ese momento era muy potente. Se miraban a través de su obra. Opinaban sobre los colores, imágenes, las texturas o perspectivas. Había risas, comentarios de actualidad, o de acontecimientos del barrio. Algunas contaban sus preocupaciones y angustias, otras, más calladas o tímidas, participaban estando y escuchando.
La idea de plasmar imágenes propias, tratando de no copiar, tenía como objetivo que la expresión particular y personal llevara a su autora a mostrarse, y mostrar a las demás, algo suyo. A exponerse. A crear.
Se reflexionaba sobre el significado de la creatividad y su importancia, tratando de aumentar la autoestima y la autoconciencia. A menudo contaban alguna parte de su historia con las imágenes.
Los tapices de las mujeres, verdaderas expresiones de arte popular, para completarse necesitaban de otras miradas. Se realizaba así un proceso de visualizaciones y reflexiones, tanto desde la emisión como de la recepción de los mensajes. Cada tapiz era firmado por su autora y se evaluaba un precio para su venta. Para ello, cada tanto se realizaban exposiciones donde participaban todas, mostrando su obra, en las paredes de salones de centros culturales, escuelas de arte, ferias de artesanías, parroquias, Concejo Deliberante de algún Municipio, el Palacio San Martín, El Senado de la Nación, en algún encuentro de mujeres, en el Colegio Mayor de Madrid… Y más que no recuerdo.
Hubo una exposición particularmente interesante en un Centro Cultural de Morón, donde el pintor y escultor Helios Gagliardi, en la inauguración, hizo una presentación muy elogiosa de la muestra y de los trabajos. Propuso, para nuestra sorpresa, cambiar una de sus obras, por un tapiz elegido por él.
Helios miró con detenimiento todos los tapices, una y otra vez. Todas estábamos pendientes de sus movimientos. Había una cierta tensión. Por fin, después de un rato, seleccionó una imagen sumamente delicada, en tonos azules, verdes, blancos y grises. Un colibrí suspendido en el aire libando de una flor, que lucía abierta y tentadora. Su autora, Z.M. una mujer joven, bella, sensible y de pocas palabras, se llenó de emoción y casi vergüenza. Se le iluminó la cara. Sonrió. Sonrió ampliamente y con una alegría que no es fácil describir. Acto seguido, Helios le entregó una obra suya, en medio de los aplausos y felicitaciones de las compañeras.
Al cabo de un tiempo, Z.M. decidió retomar sus estudios. Terminó la escuela secundaria y comenzó a trabajar de auxiliar de enfermería. Dejó de concurrir a las reuniones semanales del taller, aunque cada tanto, cuando podía. se acercaba a saludarnos. Un día le pregunté dónde había colgado el cuadro que había intercambiado con Helios. En voz muy bajita, y poniéndose colorada, me explicó que lo tenía guardado en un armario, envuelto en unas telas para protegerlo. No quería que se dañara. Me dio la sensación de que era un tesoro escondido. Un tesoro sólo para ella. No puedo recordar ese suceso sin que se me cierre la garganta y se me llenen los ojos de lágrimas. Siento que hay una historia que no conoceremos nunca. Pero tiene una profundidad insondable.
Allí adentro y muy lejos de las miradas y los manoseos hay una joya. Sólo para ella. Para Z.M.
Esta experiencia en Villa Udaondo se replicó en varios lugares del Conurbano Bonaerense. La Matanza, Ituzaingó, Moreno, Merlo, Hurlingham… Muchas mujeres y muchas historias. Y varios equipos de coordinadoras y profesoras de plástica muy comprometidas con el proyecto y con la actividad. Debo decir que ese programa fue posible gracias al empuje, capacidad, profesionalidad, entrega y talento de muchas profesionales. De la imprescindible presencia desde los inicios de mi amiga de tantas aventuras Irene Pinasco, que fue coordinadora general junto conmigo. De la energía, creatividad y compromiso social y político que Juliana, mi hija, desplegó con las mujeres del taller de William Morris y de la siempre presente y cálida Graciela Larraza en San José Obrero. Y a lo largo de los años tantas más fueron parte de esta historia. Paula, Tere, Raquel, Elena, Silvia, Andrea… Y muchas más. Gracias a todas ellas.