Sobrevuelo pandémico
A raíz de la pandemia todos contamos con un tiempo extra –el de la cuarentena– que no estaba en nuestros planes. Fernando Sánchez Zinny no es la excepción. Y así como una enorme mayoría no sabe qué hacer con ese bache del almanaque salvo desear que pase de una vez, Fernando decidió acudir a sus conocimientos de historia para sobrevolar los orígenes de los padeceres contemporáneos que la peste termina de agravar reconociendo en aquello que ha dado en llamarse “neoliberalismo”, no una escuela relativa a hechos económicos o financieros, sino nada más que egoísmo cerril más o menos administrado.
Confesión al anochecer. Fernando Sánchez Zinny
Esta peste seguramente pasará y no demasiado tiempo después ha de ser olvidada, mediando en esto la muy probable ayuda de otras que sobrevengan más tarde, pues no gratuitamente existe la globalización y su infinita capacidad de establecer intercambios: al fin de cuentas, entre el SARS, el Ébola, las gripes diversas, la vaca loca y el SIDA, bastantes años hace que convivimos con plagas no bien determinadas y por eso mismo altamente intimidantes y de efecto paralizador.
Pero pestes ha habido siempre y ningún Estado se ha extinguido por su causa, sino por otros factores en lo que acaso sí una peste haya incidido. En rigor, según enseña la historia, todo Estado ya no existente desapareció bajo el peso de una fuerza externa a la que no pudo contrarrestar: esto ha sido siempre así, con una sola excepción en la que creo que vale la pena detenerse.
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Visité la Unión Soviética unos años antes de su derrumbe, sociedad en verdad muy interesante de la que destacaré ahora un solo aspecto: entre otras cosas era el emporio de las gorras de visera y de las botas charoladas, de los cordones y las abotonaduras, de los galones y las medallas, de los desfiles interminables y ostentosos con atronadores aviones en el cielo, de los cambios de guardia con paso de ganso y de jóvenes oficiales insuflados de su apostura y sus insignias, todo esto con el correspondiente trasfondo de audiencias, paradas, juramentos solemnes, sables desenvainados, recepciones, besamanos, música clásica y veladas de gala con ujieres de pañalón corto, a la moda del siglo XVIII. ¡Prusia rediviva!
Después empezaron a venir malas noticias de la Unión Soviética: un incendio por acá, un naufragio por allá, más la pérdida de una cosecha, el retraso en la carrera espacial y seguidamente la “perestroika” y el “glasnot”, más Gorbachov, más la hecatombe del revisionismo, más Chernobyl, etc. Los chinos ya le habían mostrado las guampas y vietnamitas y hasta albaneses le hacían pito catalán. Un día se vino abajo el Muro de Berlín y en un santiamén se le fueron los amigos, de golpe liberados, sin haber disparado un tiro, de los gobiernos que habían impuesto las bayonetas de los rojos. De pronto, la Unión Soviética quedó solita su alma, mientras ya las naciones alógenas amagaban con separarse.
Confieso que en esos días y en función de aquello que había visto, temí por lo que podía pasar. ¿Qué harían aquellos muchachos presuntuosos con sus ojivas nucleares y sus misiles? ¿Las consignas, las promesas, las muertes propias que elegiría el patriotismo…? El odioso capitalismo avanzaba como una aplanadora y ellos estaban encerrados.
Y ya no fue la Unión Soviética con su gerontocracia dogmática y sus extrañas ceremonias semi masónicas, sino Rusia, la propia Rusia, la madre Rusia, la Santa Rusia, la amenazada. Sí, Lituania, Georgia o el Turkestán, todo barrido por la ola anticolonialista que aquellos mismos ancianos habían alegremente prohijado en un comienzo, ¿pero también Ucrania con Kiev, que es el origen de la nación rusa? ¿Pero también la Pequeña Rusia? Porque quitarle a Rusia Kiev y Minsk es, más o menos, como arrebatarle a la Argentina Buenos Aires y Rosario.
Pues así paso y nadie movió un dedo. Aquellos jóvenes –los que sobrevivan– deben estar ahora envejeciendo bajo el paraguas de los emolumentos que perciben como retirados.
Nunca lo entendí; todavía hoy no me lo explico. Por cierto, no se lo puede atribuir a un virus de la cobardía difundido repentinamente en la totalidad de un grupo social, porque creo que hacerlo sería tomar en solfa la naturaleza humana.
Hacia los inicios de este ciclo de trastornos, en 1914, el secular principio monárquico estaba postrado y era previsible su inminente desaparición: el zar Nicolás pasaba por ser un buen hombre de muy limitada inteligencia, el emperador Francisco José era un anciano trémulo y Guillermo II, un individuo absurdo e inestable. Los tres, sin embargo, se decidieron por aceptar el desafío y así les fue, a ellos y a sus pueblos. Nada tengo que ver con esos personajes, pero, retrospectivamente, no cabe que los desprecie.
Creo en la historicidad de los hechos, es decir, que tienen un comienzo y un final: hay que saber construir en una etapa y en otra es necesario saber afrontar el colapso.
No nos olvidemos que fue España la que eligió la guerra con los Estados Unidos; no nos olvidemos que, en ambas ocasiones, fueron Gran Bretaña y Francia las que declararon la guerra a Alemania, y no al revés. No nos olvidemos, en fin, que Japón lanzó sus kamikazes cuando la derrota agobiante era ya irreversible: tout c’est perdue moins l’honneur…
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Debiera escribirse una novela que se titule “El honor en los tiempos del cólera”, cuyo subtítulo bien podría ser “No es oro todo lo que reluce”. El honor es, desde ya, una cualidad estimable en aquellas personalidades que lo tienen incorporado, pero, además, es la amalgama imprescindible de toda construcción social imaginable: si no voy a sacrificarme, si no voy a hacer abnegación de mí y de mis cosas, ¿cómo puedo pedir a los demás que lo hagan? El honor no es, meramente, una virtud burguesa, aparte de que en efecto lo sea; es, también, el fundamento en que se basan las estructuras sociales y la relación de cada individuo con ellas: nada de lo que está fuera de la piel de uno tiene sentido sin la noción de honor.
Por lo tanto, el honor es lo exterior: hay honor, hay “honra”, en función de la consideración ajena, con las excepciones que impone el perpetuo carácter dramático de la vida: no se reconoce la dignidad de tal persona, “pero ya se la reconocerá un día”, etc.
Luego, por lógica, la distancia entre los seres incrementa el valor de ese concepto y la proximidad lo diluye. Es curioso, tanto liberales como izquierdistas tienden a manifestar en algún sentido respeto a propósito de ciertas actitudes de los nazis, pero se lo niegan enconadamente entre sí.
El caso merece alguna reflexión: ya antes de 1914 no faltaban voces que alertaban sobre el hecho de que el “comunismo estatista” o autoritario, quedaría, indefectiblemente, en manos de “burgueses revolucionarios”. Tras la masacre, los viejos liberales se convirtieron en conservadores, los progresistas (que también habían sido liberales) se hicieron comunistas o socialistas, en sus diversas variantes, y frente a ellos se alzó una improvisada alianza entre el tradicionalismo y el irracionalismo; los dos primeros segmentos reconocieron pronto que este último bando era el verdadero enemigo, en cuanto encarnaba ideas-fuerza que necesariamente se oponían a lo racional y a lo intelectual. No en balde se ha dicho que la II Guerra Mundial la pelearon, aliados, monsieur Bovary y monsieur Homais contra madame Bovary, o, si se prefiere, burgueses de derecha y burgueses de izquierda contra algo marginal, egolátrico y perverso.
Terminado el conflicto, los vencedores se dividieron el mundo (“Imperio Romano de Occidente”e “Imperio Romano de Oriente”) y convivieron aceptablemente, con algunas cuantas desinteligencias más bien anecdóticas, y condicionados ambos recíprocamente: Occidente inventó el “Estado de bienestar” para evitar que la gente se le hiciera comunista, y Oriente quedó sujeto a periódicos “deshielos” y a paulatinas concesiones en materia de consumismo, a la vez que a la necesidad de estimular emociones patrioteras para no debilitar su capacidad militar, dado su menor desarrollo económico.
Ambos vivían el uno del otro y esa contraposición los justificaba mutuamente. Hasta que un buen día no hubo más Unión Soviética ni Pacto de Varsovia, y el comunismo terminó siendo una reliquia en manos de anticuarios amateurs; consiguientemente, el anticomunismo de Occidente dio de bruces en un anacronismo flagrante.
Entre nosotros, Menem, hombre sin honor pero experto en agachadas y vivezas, aprovechó el trance y borró de un plumazo las famosas leyes sociales del peronismo, y fue coherente al hacerlo: dictadas para evitar el avance del comunismo para nada eran ya necesarias pues no había más comunismo. ¿Para qué seguir medicándose si la enfermedad se ha ido?
Pero al desaparecer el comunismo, el entero aparato intelectual en que reposa el mundo pluralista y capitalista que conocemos ha dejado de tener legitimidad y aún sentido: éste es el tema, el acucio de estos días, circunstancialmente vinculado con la trajinada pandemia, como podría estarlo con cualquier otra novedad absorbente.
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De pronto, nada tiene sentido: si mantengo un ejército es porque imagino que en algún momento puede llegar a ser necesario, pero entretanto ocurre que he llegado a descreer de las patrias, de los Estados, de las fronteras. Si hay bomberos es porque se teme que haya incendios, ¿pero qué me importa a mí que se quemen las casa de todos, si no se quema la mía? ¿Y para qué hospitales y escuelas si yo pago mi atención médica y la educación de mis hijos? Esto, bien visto, es un mamarracho y no puede subsistir, porque naturalmente es incapaz de convocar a nadie externo para defenderlo.
A ser sinceros: lo que ha dado en llamarse “neoliberalismo” no es una escuela relativa a hechos económicos o financieros; eso es falso de toda falsedad: no es más que egoísmo cerril más o menos administrado. Pero su muerte, por supuesto y como pasa invariablemente, arrastrará consigo unas cuantas cosas que valen más que él.
Confieso que no me hago mayores problemas por eso: cuando alguien está por morir siempre surgen palabras como… “es un hombre bueno y valioso, que hizo tantas cosas…; lástima los hijos; no, ellos no van a poder seguir…” Pero se muere igual, cuando le llega la hora, sin que incida en lo más mínimo el que sus hijos no sirvan.
Convenzámonos de que esto no va más, sin perjuicio de guardar en nuestro juicio –o nostalgia– la convicción de que muchas cosas que están por desaparecer eran buenas y agradables y que nos ayudaron mucho –y, a veces, muchísimo– a vivir.
Hablamos frecuentemente de la muerte de modo impropio, pues se trata de un fenómeno que, en sí, entraña sólo a los organismos vivos; las estructuras, las ideas, las creencias y las esperanzas colectivas no mueren según el orden de la naturaleza, sino que se extinguen o se las mata.
El “comunismo real” dejó que se lo matara sin hacer ni un gesto, y parece que va a suceder lo mismo con su contraparte occidental. A lo mejor es un rasgo de familia si, como arriesgábamos, no se trata sino de las dos caras de la misma moneda. Y entonces a mi imagen de los integrantes exultantes del Ejército Rojo cabría ponerle vis à vis la de ese crucero apestado en que viajan millonarios, aunque sea un trabajo inútil y sólo apto para alimentar mitologías: tal vez aquellos jóvenes no fuesen tan devotos comunistas como se mostraban y los pasajeros de ese barco, más bien unos pobres diablos que pagan su lujoso capricho en cuotas.