“Servicio doméstico”
La ya “tradicional” segregación que deben padecer las empleadas en tareas domésticas tuvo su reacción tardía en el reciente caso de Nordelta
Por Mario Bellocchio
Recuerdos de la infancia me traen a la memoria personajes que compartieron esos primeros peldaños de la escalera. Las chicas –y no tan chicas– que hacían tareas de limpieza, compras cotidianas o labores de cocina, que eran la versión justicialista de las anteriores “sirvientas” de la clase alta que en aquellos tiempos solía nombrárselas en las conversaciones de los patrones como “las siervas” [1], en un tono despectivo que recordaba el origen del apelativo.
El nuevo orden autóctono, inalcanzable pocos años antes, había llegado a la reforzada clase media de la mano del peronismo, cuando las nuevas condiciones económicas dejaban un margen para que mamá, o la abuela, no tuvieran que ocuparse de las tareas más pesadas de la casa, una casa que como casi todas tenía un papá enteramente dedicado al trabajo afuera del hogar y delegaba en mamá la crianza de los chicos y las tareas domésticas.
Así que cuando se pudo, tuvimos una “chica” que ayudaba.
Jovencitas, generalmente del interior, llegaron a cubrir la amplia requisitoria porteña, muchas de ellas con “cama adentro”, una modalidad que se tornó necesaria en las casas más humildes dada la carencia de vivienda de la empleada que achicaba su salario en compensación de casa y comida.
La “casa y comida” de los “cogotudos”, como solíamos identificar a la oligarquía del Barrio Norte, era “apta para todo servicio” –incluso la satisfacción de caprichitos sexuales del patrón o los adolescentes de la casa, de frecuente alusión en las comedias costumbristas– con dedicación “full time”, servicio permanente con francos los jueves por la tarde y los domingos.
La mejor carta de presentación era “limpita y decente”, el decente –más exigido por “la patrona” que por el “jefe del hogar”– requería una pulcritud semejante a un noviciado.
En la nueva clase media el servicio doméstico llegó, en general, con características de adopción remunerada, donde la “China” o la “Tona” –esos eran los apelativos conque llegaron a casa “nuestras” chicas– compartían la mesa común y ayudaban en las tareas caseras como si se tratase de una hermana mayor. Digo que llegó en general, porque no faltaron los que creyeron que esa nueva posibilidad social les daba otro “estatus” más cercano al verdugueo patronal y le dieron materia a Jauretche para nutrir al “medio pelo” nacional.
Yo tendría unos ocho o nueve años y una de ellas –no recuerdo cual– me pidió que le leyera una carta de su mamá porque no sabía leer. Recuerdo haber tomado la responsabilidad de enseñarle a leer y a escribir cosa que logré a niveles elementales, aunque ya pudo arreglárselas solita con sus cartas en pocos meses.
Prolegómeno autorreferencial sobre un núcleo de trabajadoras que tradicionalmente padece discriminación xenófoba dado su inevitable contacto con la cotidianidad de sus empleadores.
Todos estos recuerdos me los despertó la viñeta de Mario Filipini con su aguda observación sobre la discriminación de una “empleada doméstica” en Nordelta comparándola con la legendaria Rosa Parks, la “nigger”[2] de Alabama que se rebeló en el bus donde le exigían ceder el asiento a un blanco en 1955.
La rebeldía autóctona por la discriminación llegó de la mano de una trabajadora que filmó el rechazo de un conductor de la línea interna de “combis” Mary Go que presta servicio dentro del exclusivo predio (el único servicio de transporte al que pueden acudir los/las trabajadores/as de la extensa zona privada). El chofer respondía a disposiciones de la empresa ante el reclamo de los propietarios de Nordelta sobre tener que compartir transporte con sus propios empleados/as que “hablan fuerte, en voz alta, a veces en guaraní, y tienen mal olor”, un mal olor vinculado a desodorantes baratos que escapan de la gama de los perfumes importados y que, como es obvio, es tolerado sin quejas cuando se están ocupando de las tareas en sus hogares. Las damnificadas, en su mayoría mujeres, alegan que el verdadero rechazo se origina en que estando fuera de su lugar de trabajo no pueden ser recriminadas por conversar o adoptar actitudes de ocio como ocupar un asiento mientras alguna “patrona” viaja de pie.
El director de la empresa que presta el servicio, Nicolás Pasqualini, manifestó ante la requisitoria de la prensa que (las trabajadoras) “no pueden subir. Es más, no deberían subir. Porque nosotros no somos una línea de transporte público. Nosotros solamente podemos hacer servicios contratados”. Una verdadera falta a la verdad ya que no supo responder por qué su empresa, dentro del predio, tiene una circulación regular de línea con paradas con refugios techados.
La denuncia de la trabajadora damnificada tomó tal trascendencia que la empresa Mary Go anunció que dejaría de prestar servicio y generó que en el Concejo Deliberante de Tigre el intendente Julio Zamora presentara un proyecto de ordenanza para que el colectivo 723 ingrese a la troncal pública de Nordelta.
Queda claro que el tema excede a la seguridad y se afinca en una exclusividad de uso que en poco se diferencia del problema de los “nigger” de Alabama. Quizá sólo un matiz de piel separa a aquella Rosa Parks de nuestra Rosa Sánchez en este nuevo “apartheid”[3] del siglo XXI.
- Siervo/a: persona enteramente sometida o entregada al servicio de otra.
- La palabra nigger es un insulto racial del idioma inglés típicamente dirigido a personas de raza negra, que en español significa negro en su connotación peyorativa.?
- El apartheid fue el sistema de segregación racial en Sudáfrica y Namibia en vigor hasta 1992. Básicamente, este sistema consistía en la creación de lugares separados para blancos y negros.
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