Semillas en la palma de la mano
En la palma de la mano de mi madre / Edgardo Lois
en la palma de la mano de mi madre / semillas de zapallo / maravillada de naturaleza repite / mire hijo aquello que era y aquello que será / así la vida dijo con mano plena / en su tierra presentó semillas de despedida / antes de dormirse para siempre / después de la siesta / en una tarde de mayo / ella mi madre en día de mayo nacida
escribe poemas avisa murmura dice / la muerte siempre dice / para que nadie olvide // llega en el viento / en el viento espera a lo largo de la vida / adentro y afuera pincela los días // fui testigo de su certeza su cercanía / llega en el viento y se descalza en el aire que rodea al viajero / de a poco en silencio se instala y busca / pinta paisaje hasta que aparece la tensión / la muerte ha decidido / en un ademán simple al paso como al descuido // apenas una resistencia / luego dejarse estar en el filo del muelle / subir al bote al río // trago a trago de barrio en barrio de historia en historia / habitar la muerte luego de la última encrucijada / un cruce de caminos sin ruido un tajo sin sangre / de una vez juntar el puñado de recuerdos y cerrar el mono / echarse a andar por el otro barrio
trato de encontrar la palabra que diga el vacío / anoto tu ausencia / imposible escucharte / saber que no estás cuando pienso en hablarte / nos quedamos solos / vos allá de regreso en Santa Teresa / nosotros al fin entendiendo qué es la soledad / quizá por eso trato de encontrar la palabra que diga el vacío / anoto tu ausencia / digo qué distinto es el día sin la madre / distinto cuando ya no hay sortija en la calesita que nos regresaba a casa
Escribo brevedades. Textos entre la prosa y el poema. Brevedad, una brevedad, brevedades, así las nombra mi amiga Antonia. Otro camino de escritura. De contar el sucedido. Trabajar en la memoria para quien guste. Entonces una primera brevedad para decir la muerte de mi madre. A continuación otra brevedad para decir la última ronda. Y una pista posible que anota la soledad. Escribir a la madre de la misma manera, palabra a palabra, como la madre escribió al hijo, punto a punto, en cada giro de la lana, en la bufanda negra que me abriga cada invierno. En el renglón de la bufanda, desde sus manos, su manera de decir, de anotar la vida.
Pienso en mi madre. En saber cómo está. En decirle que estoy bien. En avisarle. Pienso en mi madre para hablar un momento. Para que ambos escuchemos nuestra voz. Para que tengamos noticia. Aunque más no sea para comentarnos el clima. Para contarnos los precios asesinos que parió el payaso cruel de la licuadora y la motosierra. Apenas un instante después de pensar en mi madre aparece el silencio que trae la voz que me dice que ya no. No mandar el audio, el mensaje. No abrir la puerta del comedor. Ya no. Encontrarla sentada a la cabecera de la mesa roja de toda la vida. Ya no. En estos primeros días del después de su partida, me doy cuenta de que nuestro encuentro se daba entre los momentos del cotidiano. La madre era la presencia, la charla simple. Era también saber que ella habitaba la casa de infancia en Martín Coronado. Adela Selva Jaime, el nombre de mi madre.
Distinta es la ausencia de mi madre. Distinta a la de mi padre. La de mi padre cuenta con más puentes para el regreso, la visita. La muerte de mi madre es la pérdida del origen. Tiembla la vida toda. No alcanzan los puentes. De poco las fantasmagorías. Ya sueltos todos los cabos. Cuando sólo queda el río y nuestro bote. Hoy me digo que escribo a mi madre porque tuve un abuelo poeta, un padre artista plástico, y porque mi madre escribió a sus hijos sobre el renglón de la lana. Sobre la lana de la bufanda. En renglón tejido escribo que al fin he comprendido la soledad.
Mi madre nació en Santa Teresa, provincia de Santa Fe. Un pueblo en el campo. Una pibita en un sitio donde muchas veces la comida llegaba flaca. Era pibita cuando guiaba, ella sola, el carro que tiraba el caballo. La pibita que engañaba el hambre comiendo semillas de girasol.
Era pibita cuando la oscuridad de la noche de Santa Teresa –a principios de los 40– metió miedo mal horneado en su alma. Una vez alguien me dijo que de chico lo habían pasado de miedo. De ahí su valentía indudable. Mi madre no se había pasado de miedo. Entonces hizo la vida, como muchos, a la sombra del miedo.
El miedo de Santa Teresa nació en las noches de infancia. Noches cerradas. Sin luz eléctrica. Todos los días de la película de la vida fundían a negro muy negro. Oscuro el silencio. Negro hasta el cielo. Negras las criaturas que andaban en la noche. En especial los insectos. Mi madre siempre fue una feliz espectadora de la función casi mágica de la naturaleza. Pero el cariño inocente que siempre dejaba entrever llegaba hasta el perro de la familia, o hasta el caballo que aparecía en una película. No era magia de la naturaleza el camino de los insectos. Desde la noche de Santa Teresa, los insectos fueron parte del miedo, de la noche y su amenazante oscuridad.
La familia Jaime Ríos encontró su lugar –antes de que en el 50 partiera hacia Buenos Aires– en el paisaje que reunía al habitante originario y el inmigrante. Así fue que el destino siguió su curso. Desde Santa Teresa a Villa Soldati. El abuelo Eduardo de sereno –con vivienda en el lugar– en una fábrica. Hasta allí llegó la vida anterior. La memoria de Santa Teresa. Mi madre tuvo mucho cuidado de dar mayores datos de allá lejos. Algunas pequeñas pistas del cotidiano. Nunca le gustó hablar del pasado, afirma mi hermano. Es real. Porque nunca abundó la información. Ella no cuenta nada, afirma mi tía, su hermana menor. Como en toda historia humana duerme siempre el misterio, la apariencia, lo adivinado, lo entrevisto, un final inesperado de cuento, de los posibles cuentos escritos desde el primer día a consciencia en el paisaje que tocó en suerte. Quedará el silencio. Ella poco habló de aquella otra vida en Santa Teresa. Eso sí, no calló la impresión causada por la abismal oscuridad de aquellas noches de infancia.
Luego de la muerte de mi madre terminé una escritura que trata de deshilachar el miedo. A continuación el último texto de dicho palabrerío tejido en prosas y brevedades:
La guía de la planta de zapallo trepó por la vieja parra. Hizo cumbre en el cielo modesto del patio del fondo. Cerca de los alambres para colgar la ropa. Primero fue flor amarilla. Luego fruto que crece desde el verde. Colgó el zapallo como planeta dentro del sistema universo de la casa paterna. Mi tía dijo hace unos días, a poco de morir mi madre, que todo había terminado con la madurez del zapallo. Mi madre aún se asombraba con el casi mágico suceder de la naturaleza. Acompañó cada día el crecimiento del zapallo. En el centro del patio la vida le ganaba a la muerte. Fue su obra de arte. Ella era la única que creía y soñaba con el feliz término del fruto. Vencido el miedo, todos comimos zapallo. Durante unos días vivimos del triunfo de mi madre. Después, como siempre, el tiempo afiló su silencio. Hoy mi madre ya no dice terrible. Ella pudo escaparse del miedo que nubló sus últimos días. Se fue en un segundo. Después de dormir la siesta. El último miedo no tuvo oportunidad. Veo su silla vacía en el comedor. Su chal de lana en el respaldo. El mate de la mañana cuando es solo para mi mano. La quietud de la rueda de la máquina de coser. Sucede el día mientras el viento lleva y trae por el cielo del patio del fondo. Llevó y trajo. Así el viento.
Después de leer estas palabras, en el mientras tanto de una noche, mi hermano tejió, a lápiz sobre el renglón emotivo de la página en blanco, la presencia de mi madre.
Edgardo Lois / Junio 2024 / Buenos Aires