Platos con espigas
Por Mónica López Ocón |
Nunca más los volví a ver. Los busqué en diferentes bazares, pero sólo encontré versiones sofisticadas que carecían de aquel encanto tosco de la industria nacional de mi infancia. Eran de una loza blanca, gruesa y ordinaria que con el tiempo se iba poniendo grisácea. Las espigas estaban en relieve sobre el borde como recordándonos a los niños que aquella sopa que nos daba calor en las noches de invierno provenía, como todos los alimentos, de la riqueza inagotable del campo. Aquellas espigas, junto con la vaca que inspiraba las composiciones escolares, eran el emblema doméstico de la patria.
Mi abuela volcaba en aquellos platos todos los productos de la fantasía culinaria: líquidos dorados en los que flotaban fideos de nombres poéticos: cabellos de ángel, dedalitos, dedalones (¿acaso dedales para gigantes?) y estrellitas, réplicas estelares diminutas y huidizas que parecían duplicar en el agua un firmamento amarillo. Pero fueron los fideos de letras los que más me inculcaron la pasión literaria. A quien en la infancia ha bebido alfabetos a cucharadas durante toda la vida le nacen palabras inesperadas en la parte más recóndita de las entrañas. ¿Provendrá el espíritu bélico de la ingesta desmedida de sopa de municiones en la niñez? Llegar a la adultez no garantiza que enigmas como éste sean finalmente develados. Aún continúo preguntándome, como lo hacía en la infancia, por qué a nadie le interesa la identidad de los niños envueltos, la brutalidad caníbal con que los aceptamos en nuestros platos, la desgracia que los empujó a la cacerola como si hubieran sido infantes espartanos con algún defecto arrojados al vacío desde el monte Taigeto. Me pregunto también por qué mi abuela, que nunca se había apartado del fuego de la cocina, deponía su espíritu de humildad para prepararme “sopa a la reina” con secretas aspiraciones monárquicas.
Leo el título de esta nota, “platos con espigas”, y tengo la sensación de que se trata del título de un cuadro como “Girasoles amarillos” o “Señora tomando sopa” que no es un cuadro, sino un poema de Olga Orozco que tiene título de cuadro. Es que aquellos platos con espigas eran el lienzo sobre el que se dibujaban los sabores que componían la restringida paleta gustativa de mi casa. Mi abuela los guardaba en la parte más alta de la alacena de la cocina haciéndoles formar una torrecita inclinada que parecía pronta a desplomarse en cualquier momento como terminan por desplomarse siempre las torres de la infancia.
Pero aun en medio de las ruinas de aquellas torres derrumbadas, reconozco los platos con espigas comprados en el bazar de la esquina de mi casa. Sobrevivieron en mi memoria a la catástrofe existencial de la adultez. Brillan como una luna de loza sobre la mesa del comedor vacío. Son parches de tambores sobre los que las cucharas repican ritmos antiguos y fatigados. Sobre sus bordes cachados aún se eleva el humo de una sopa extinguida hace mucho.
Inútil preguntarme por qué ya no se fabrican platos con espigas. La realidad se cansa de producir maravillas. Sólo tiene a disposición del público un stock limitado de recuerdos en que los objetos brillan como quizá nunca lo hicieron, donde los platos blancos se tiñen del color sepia de las fotografías antiguas y hasta tienen sonrisas de parientes posando para la eternidad de las postales.
La industria nacional ya no es lo que era. Por eso ya no existen bazares donde vendan platos con el borde cachado, agobiados por el uso, platos que, al modo de una caja de música, nos canten la melodía del pasado evocando el tintineo de los cubiertos y el entrechocar de los vasos. No se puede recurrir a ningún bazar si uno busca un mediodía olvidado o una sobremesa lejana en la que usamos el plato vacío a modo de máscara para no mostrar una risa desobediente o un llanto que nos avergonzaba. De todas formas, si alguien ve un plato de espigas en una vidriera vieja o en el estante polvoriento de un bazar de barrio, se ruega avisar de inmediato. Quién sabe si no está allí lo que uno busca desde siempre y jamás ha encontrado.%
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