Mirar desde el puente
Me gusta mirar desde los puentes. Desde las maravillosas bondades de los puentes. Edgardo Lois
Recuerdo los puentes de madera en algunas esquinas del oeste de la provincia de Buenos Aires. Los días de lluvia. Cuando se inundaban ciertas encrucijadas. Como la esquina de mi casa de infancia. El asfalto terminaba en beso con la calle de tierra. Detrás de la calle, el alambrado avisando terreno del ferrocarril Urquiza.
Luego el terraplén y la vía que lleva el tren. Que lleva a los viajeros de la vida. El asfalto se hacía río, y pileta hasta la media cuadra. Inundados los patios, las casas de los vecinos. No había dónde llegar. En esa esquina nunca hubo puente. Sí lo había a unos doscientos metros por el caminito que bordea la vía y acerca hasta la estación de Martín Coronado. Desde ese puente veo señales de la infancia. Captura renovada de renacuajos y ranas. Otra vez a cortar cañas para hacer barriletes. El pequeño cañaveral al costado de la vía. A metros del puentecito de durmientes. Así lo llamaba el piberío: el puentecito. Fijo sobre las aguas sucias de la zanja que pasaba bajo las vías. Y que venía del siempre acechante otro lado de la vía. Un túnel amplio de cemento que invitaba al juego de esperar el paso del tren. Nosotros, los pibes, dentro del túnel. Estruendo y griterío. Todo un desafío. Un triunfo. Me vuelvo a ver desde el puentecito. Ahí estoy, entonces me anoto en esta memoria. Desde pibe dentro del túnel.
Pasa el tren. Y sin embargo, no grito. Apenas miro desde el puentecito. Digo que siempre estuve en el túnel.
A pocos pasos de Eduardo. En el centro de la foto aparece un viejo y destartalado puente casi tocando el agua. Puente de hierros retorcidos. Oxidados. Casi olvidado. No es de gran tamaño. No parece estar fijo en el terreno. Apoya en ambas orillas. Sobre la pura y simple tierra pampeana. Refleja aún sobre el agua. Casi un fantasma perdido. Un puente sin memoria. Sin presente. Un puente quebrado. Sin trabajo. Perdido en medio de la soledad. Ajeno ya a todo murmullo. Un mundo que fue. Que ya no será. Un puente donde la derrota dice y llora.
Cercanías y distancias. Sucedidos y olvidos. En el viento el destino que dice encrucijadas. Mirar desde el puente. Ser uno mismo y todos en el puente. Una mirada que puede nacer la idea. La esperanza. Una historia que contar. Otra vuelta de la calesita, siempre que quede recuerdo de nuestro pibe, ese que fuimos ayer nomás.
En la ciudad del rey de amarillo elijo aguardar, esperar, soñar, que cada vez que cruzo el puente sobre las vías, el bondi se detiene. Siempre voy en busca de esta magia urbana que ofrenda el tránsito para quien guste del juego. Pero claro, no siempre sucede. De vez en cuando la trampera retiene al bondinero sobre el puente. Entiendo entonces que estoy en el lugar indicado dentro del universo de la urbanía. Todo el movimiento sucede en un minuto. La mirada a través de la ventanilla. La mirada que llega hasta la vía. Justo en el preciso momento en que pasa el tren. Veloz. Ansioso. Repleto de viajeros. Los viajeros repletos de almas. Todo un pueblo. Cada vez que soy testigo de su paso. Desde el bondi. Desde el puente. Cada vez me siento presenciando un milagro. Una anunciación del destino. Un toque de suerte para mí. Para todos los otros que somos la patria.
Una sortija en la calesita de los días. Un guiño en el ojo de Dios. Es cuando pienso con mayor claridad que estoy mirando desde el puente, desde uno de los puentes desde donde garúa la novela propia de cada vida.
Un hombre es una comunidad. De almas. De comarcas. Territorios. Tierras de nadie. Lugares impensados. De casilleros. De cajoncitos de secretaire. De papelitos doblados. De recuerdos. Cada hombre con sus ingredientes. Sus tiempos. Cada hombre es a través de sus utensilios. Sus herramientas para decir. Mucho. O poco. En los movimientos cada hombre. En sus elecciones. Una comunidad. Un puñado de personas, bien que lo supo el amigo poeta Fernando Pessoa. No soy complicado, pero sucede que contengo una docena de almas simples, recuerdo que anotó el escritor Gesualdo Bufalino. Tarde o temprano aparece la tentación. Cómo encontrar el aroma de nuestra identidad. Quizá todo pueda suceder cuando se mira desde un puente.
Anoto que sigo visitando un momento de feliz misterio en la infancia. Me gusta regresar a la tarde en que guardé en la memoria a Landucci sobre el puente. Desde el puente que hacía posible ser en el juego sobre una cancha de fútbol. Tenía diez años cuando junto con mi papá tomamos el 63 en Federico Lacroze. Domingo 3 de septiembre de 1972. Pie a tierra y caminar hasta Gavilán 2151: Estadio de la Asociación Atlética Argentinos Juniors. De vez en cuando se producía el domingo en canchas cercanas a casa: Atlanta, Ferro, Argentinos. Recuerdo el pancho del entretiempo. El sabor de la felicidad. La familia es hincha de Independiente, pero el estadio del Rojo siempre quedó lejos. Aquel día vi la cara de Landucci. Flaco, alto, con una pegada notable en fuerza, distancia y dirección. Sacó un balazo de media distancia. Disparo rasante, a apenas unos centímetros del césped. Estábamos junto al alambrado. El disparo de Landucci se estrelló en la base del poste izquierdo de Antonino Rodolfo Spilinga, el arquero de Argentinos, y rebotó hacia ese lateral. Spilinga se había estirado cuan largo era, pero no llegó. Fue en ese momento que vi cómo Landucci giraba sobre sí mismo, y daba la espalda a Spilinga. El movimiento me permitió ver la expresión de su cara. La sonrisa, inolvidable. Su felicidad. A Landucci pareció no importarle la autoría, me digo. Pensaba en el equipo. Alguien había disparado el cañón sobre la base del poste de Spilinga. Alguien, uno entre los otros jugadores. Como si quisiera conservar el lugar del que mira desde el puente. De aquel domingo no recuerdo los dos goles de Ciccarello, un jugador admirado. Rosario Central perdió 3 a 0. Siempre recuerdo el sablazo de Landucci. Fui yo, fuimos nosotros. Una mirada desde puente, una manera de ser, de encontrarse en uno mismo y en todos. Una mirada o una voz desde el puente. Mientras tanto pasa el tren con los viajeros. Mientras tanto en la vida se trata de darse pases adentro, entre las almas, y afuera, con los otros.
Una patria bien puede entenderse como un equipo de muchos mirando desde distintos puentes. Respirar en la claridad de la altura, por más que la sonrisa de la mirada pueda pegar la pelota en el palo. Es el encuentro con el intento del pase. De compañeros en la jugada colectiva. Una canción, un poema, una brevedad de la memoria junto a un deseo. El juego del pensamiento desde nuestro puente. En comunidad. De no mirar desde el puente, será el rey de amarillo quien nos cuente nuestra propia historia.
Edgardo Lois / Noviembre 2023 / Buenos Aires