Meritocracia
Hace un par de semanas, Chevrolet nos anotició de que llegó la era de los meritócratas. Dice su spot publicitario:
“Imaginate vivir en una meritocracia. En un mundo donde cada persona tiene lo que merece. Donde la gente vive pensando como progresar día a día, todos los días. Donde el que llegó, llegó por su esfuerzo sin que nadie le regale nada. Verdadero mérito.
Ese que sabe qué tiene que hacer y lo hace, sin chamuyo. Que sabe que cuanto más trabaja, más suerte tiene. Que no quiere tener poder. Sino que quiere tener…, y poder.
El meritócrata sabe que pertenece a una minoría que no para de avanzar y que nunca fue reconocida…, hasta ahora.”
Si no fuera porque cambiaron el Piazzolla de fondo –Libertango por Fuga y misterio– parecería una arenga de Neustadt.
En estos tiempos en que ya nada sorprende y la lógica yace sepultada por la ambición inescrupulosa y revanchista, que una empresa de origen norteamericano incentive el reemplazo de la democracia –el gobierno de los representantes del pueblo– por la neológica “meritocracia”, “un mundo donde cada persona tiene lo que merece” –según su propia definición–, lejos de asombrar, indigna.
A uno se le ocurre preguntar, básicamente, qué mérito acumula un neonato en cuna de platino. Y qué demérito padece un bebé de la Villa 31.
Agrega el spot, claramente consciente de que está vendiendo un producto “aristocrático con olor a bosta”, que un “meritócrata” “sabe que cuanto más trabaja, más suerte tiene” en momentos en que padecemos la furia de los “rajes” y el desempleo, para rubricar la apología de la actualidad del país, aseverando que el esfuerzo personal no fue reconocido “hasta ahora”.
Hace unos días, Antonio Galarza, doctor en historia e investigador del Conicet, a primer análisis un agudo ejemplo “meritocrático”, relató en Internet su historia y agregó unas reflexiones. Vale la pena leerlo (M.B.):
En contra de la “meritocracia”
Nací en un hogar humilde, hijo de una empleada doméstica (o sirvienta, como le decían realmente a mi vieja) y un empleado administrativo. El menor de siete hermanos. Durante los noventa (y antes y después, pero especialmente en los noventa) nos cagamos de hambre, siempre juntando el mango para nunca llegar a fin de mes. Vi a mi viejo un par de veces desocupado, la primera en pleno contexto menemista, después del corralito de Erman González. Durante ese tiempo sin trabajo, había adoptado la costumbre de salir a la noche a caminar con mi mamá. Con el tiempo me di cuenta de que “caminar” significaba ir a algunas panaderías a buscar algo de lo que había sobrado del día –las cortezas del pan de miga, por ejemplo– para darle de comer a sus hijos. Tiempo después, ya con laburo cuyo sueldo nunca alcanzó y con demasiado esfuerzo, me mandaron al secundario a un colegio confesional, a ver si la educación privada me daba alguna oportunidad en la vida.
A los 15 años tuve mi primer trabajo de temporada: en negro por supuesto, armando quemadores de calefón desde las siete de la mañana hasta las dos de la tarde, de lunes a sábado. También fui repartidor en una verdulería. Como era de esperar, allá por 1999 la cosa no daba para más y antes de terminar el industrial me tuve que poner a laburar de forma permanente en una fábrica. Terminé el colegio trabajando a la tarde-noche y con el sueldo pude pagar el último año de cuotas, que con lo que cobraba mi viejo ya era imposible de sostener y debíamos muchos meses. Seguí laburando en la fábrica dos años más (y en mis “ratos libres” me clavaba ocho o diez horitas trabajando de cocinero) hasta que en agosto de 2001 me rajaron de todos lados. No tenía guita para pagarme un pasaje a España, ni ciudadanía. Para mí, como para muchos, no había una Europa a donde escapar.
Como siempre había sido buen estudiante, con 21 años y perspectiva de nada, en el 2002 empecé el profesorado en historia en la Universidad pública. Al mes de empezar, sin un mango, lo rajaron a mi viejo del laburo, sin pagarle nada. Nos volvimos a cagar de hambre, literal, aunque ya estábamos todos grandes y no hacían falta “caminatas”. El primer año lo sorteé gracias a vender la guitarra y apuntes prestados, y algún que otro laburito que duró poco y nada. Ya en segundo, conseguí un plan “barrios bonaerenses” que me ayudó a pagar apuntes hasta que saqué beca de ayuda económica en la facultad. También volví a trabajar en gastronomía en las temporadas de verano (una fábrica de pastas, una parrilla, un hotel 5 estrellas, algunos café-bar y la fotocopiadora de la facultad me contaron entre sus filas durante los cinco años que duró la carrera). Con esfuerzo, tras largas noches de estudio metido en la cama para no gastar gas, tirando todo el día en la facultad a fuerza de mate y galletitas, siempre en bici pese al frío marplatense, me recibí en 2007 de profesor en historia, con diploma de graduado sobresaliente. Gracias a las buenas notas que siempre tuve accedí a becas, de la Universidad primero y de CONICET después. Me recibí de licenciado y de doctor en historia. Me dediqué de lleno a la investigación, algo que ni siquiera imaginaba cuando empecé a estudiar. Gané un concurso como ayudante en la misma Universidad donde estudié, en la que ahora doy clases, y soy investigador del CONICET. Hoy soy un privilegiado porque laburo de lo que me gusta y puedo vivir de eso.
Según el lente con el que mires mi historia, puedo ser un claro ejemplo de “meritocracia”. Al menos según la ideología que nos quieren vender hoy desde los medios masivos y desde el gobierno: salí de pobre gracias al esfuerzo personal, pese a todas las dificultades, lo que se dice un auténtico self-made-man. Mi historia pegaría bien en una publicidad decorada con globos amarillos que intente mostrar que el sistema funciona bien y que el mercado siempre le da oportunidad a los que saben esforzarse. Hasta podría dar una charla de auto-superación personal para alguna fundación u ONG inventada por algún garca para no pagar impuestos.
Pero no. Como muchos, le metí esfuerzo, sudor y lágrimas, sí. Pero sin el Estado, sin la ayuda de políticas concretas –becas de ayuda económica, becas de investigación, educación pública– hoy seguiría cortando chapas o preparando comidas en algún restorán, trabajos dignos si los hay, por supuesto. Pero las políticas de educación pública y gratuita, las ayudas económicas para estudiar, el apoyo al sistema científico, me dieron la oportunidad que jamás habría tenido por haber nacido pobre. El esfuerzo tiene que estar, sí, pero cuando te tocó perder de entrada, como fue el caso de mi familia, si el Estado no te ayuda, olvídate: el esfuerzo, con suerte, te sirve para subsistir, mal, como a mi abuelo o a mis viejos. Sin la Universidad pública (y la Educación pública en general) es imposible. Por más esfuerzo que le hubiese metido, nunca habría podido estudiar en una Universidad arancelada o con ingreso restrictivo que significaba tener que pagarme un apoyo y no poder trabajar. No nos comamos “el chamuyo de la meritocracia”, ni el de que la gente tiene que recuperar la cultura del sacrificio o que a la universidad no se va a hacer política. No tenemos que recuperar nada porque nunca lo perdimos, y la política forma parte de la educación y de nuestras vidas. Lo que ese discurso persigue en realidad es legitimar el desfinanciamiento de la educación pública, porque la consideran un gasto y no una inversión: que nadie se queje, que nadie haga un paro o una marcha.
Lo único que tiene que hacer el Gobierno es aumentar el presupuesto educativo, para que más pibes –como yo en su momento– tengan la oportunidad de estudiar. Y que se metan la meritocracia en el culo, no la necesitamos.
(*) Los resaltados son nuestros. L. R.
Antonio Galarza. Sábado, 14 de mayo de 2016
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