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Memoria y capilla

Por Edgardo Lois. De cuando Antonio Garrido en el Florida, exultante, feliz; sin tomar asiento, hizo su anuncio: Me hice en casa mi propia Capilla Sixtina. Lo miraron todos. Después del silencio, Berllés dijo:¿Qué te hiciste qué? Y el hacedor repitió: La Capilla, la mía, en casa.
Uno de dibujos de Cachete González para ilustrar el Martín Fierro, cuyos originales se han extraviado

En una nota contaba que el artista plástico Roberto “Cachete” González, el notable ilustrador del Martín Fierro, fue convocado a exhibir su trabajo en el Museo de Motivos Argentinos José Hernández en 1986, a 100 años de la muerte del escritor. La exposición se llevó a cabo con ilustraciones de Castagnino realizadas para el mismo libro; la participación de Cachete fue historia aparte. No tenía en su poder ningún original: habían quedado en una especie de limbo, muy posiblemente ubicado en la editorial Cátedra, allá por el 78: quizá porque Cachete nunca los retiró, quizá porque también la editorial, además de no pagar su trabajo, se quedó con todo. Quizá, tal vez, luego el artista no podía colaborar con la muestra a la que estaba siendo invitado. Cachete decidió pintar un cuadro especial para la ocasión: se veía a Hernández rodeado, coronado, dijo Iris Wulfshon –museóloga nacida en Gualeguay que en ese momento trabajaba en el Hernández, y que hoy está a cargo del Museo Ambrosetti de su aldea natal–, por recreaciones de algunas de las ilustraciones que había hecho para el Martín Fierro. Cachete donó el cuadro al museo. Tuve el impulso de escribir al hoy Museo de Arte Popular José Hernández; pensé en obtener una foto de la obra. Me contestaron: el cuadro de Cachete ya no está en el museo. Cerré la nota agradeciendo los recuerdos de Iris Wulfshon sobre los entretelones de aquellos momentos, que son hoy, ante la ausencia del cuadro, la memoria total, lo que se conserva gracias al trabajo de habitar los territorios donde se guardan nuestros recuerdos.

A la izquierda Cachete González. Sobre la derecha el dibujante Juan Carlos Benítez

Fue la poeta María Neder, que hoy vive en Salta, quien después de leer la nota, me escribió: “La obra ya no está en el museo…”, y con esto hacés el rescate mayor de la memoria. Este asunto de la Memoria tendrá que aplicarse a estas desapariciones también ¿sí? Mi pensamiento fue por caminos de la “memoria” que tiene implícita la ausencia/presencia. Lo sentí de esa manera, intensamente al leerte, entonces concluí “redondeando” mi pensamiento en la necesidad de “memoria presente” en todo lo que ha desaparecido. Finalmente anoche (pero más esta mañana) pude explayarme en un texto sobre la necesidad de la “memoria presente”. Ya esto excede nuestra historia de los muertos y desaparecidos de la Dictadura. Hay que tener presente (vale la redundancia) que nuestra cultura tiene nombres y obras desaparecidas.

En este punto recordé a nuestro poeta Rubén Derlis, que anotó en su libro Guía para vagabarrios: Por las calles de Boedo lo invisible permanente rebasa de emociones el alma, hay que sostener muy fuerte el corazón, amarrarlo a la hombría, para que las palabras vueltas poemas en cada esquina no le desacomoden peligrosamente los latidos, porque este es esencialmente un barrio para sentir. (…) En este barrio, casi no quedan cosas materiales que palpar, talismanes porteños de invocación para acercar la magia: la puerta y el cancel de la casa donde habitó un pintor, el café convocante de los últimos y veros bohemios, la mesa predilecta del poeta junto a una hiniestra inexistente. (…) Quedan escasos lugares visibles de aquellos que cobijaron a los tantos nombrados (…).

Y cuando llegué a este punto recordé una historia que me contó mi viejo: Rolando Lois, artista plástico que –a sus 87, como único testigo que enarbola el pincel– sigue de memoria presente. Durante muchos años de la década del ’70, en el bar Florida, sobre Viamonte, donde ahora está el Centro Cultural Borges, los días viernes, se reunía un grupo de artistas plásticos. El Florida tenía puerta vaivén al frente, mesas de madera, de roble, igual que las sillas. La barra al fondo, a la derecha. Se disponía un grupo de mesas para esperar a los pintores. Pedro, así se llamaba el mozo. Los “reunionistas” eran: Héctor Tessarolo, Raúl Stévano, Eolo Pons, Hugo Griffoi, Pascual Suárez, Antonio Garrido, Néstor Berllés, Osvaldo Argento, Ricardo Rutkauskas, Arrigo Todesca, Hugo Irureta, Vicente Di Bennardo, Luis Lusnich, Miguel Ángel Montalto, Julio Giustozzi, Roberto “Cachete” González, Salvador Pugliese, y Rolando Lois: todos pintores, no había escultores; y también se agregaba Vicente Caride, único crítico de arte de la partida: Era el único que no pintaba, y que como era habitué del Florida lo invitamos a sumarse. Nunca nadie le pidió nada, nunca ofreció nada, el acercamiento era pura amistad y ganas de charlar. Los pintores iban al Florida sabiendo que siempre había alguien; era la oportunidad de expresarse, de poder contar algún detalle del trabajo, y ser escuchado. Los “reunionistas” pintaron en cafés sucesivos durante diez años. El Florida existió en la segunda mitad de la década del ‘70.

Llegó un viernes que quedaría grabado en la memoria de mi viejo. Apareció Antonio Garrido en el Florida, exultante, feliz; sin tomar asiento, hizo su anuncio: Me hice en casa mi propia Capilla Sixtina. Lo miraron todos. Después del silencio, Berllés dijo:¿Qué te hiciste qué? Y el hacedor repitió: La Capilla, la mía, en casa.

Se pidieron las explicaciones del caso. Garrido contó que una vez que se entraba a su casa, después de la puerta, había un ambiente más bien chico, una especie de recibidor. Dijo que hacía unos días había mirado hacia arriba y que ahí se le ocurrió. Antonio diseñó una cúpula en madera y la hizo. Berllés protestó, por qué no pedir ayuda, él, además de plástico era carpintero, pero Garrido se la rebuscaba con el oficio. Señaló el artista que quería invitarlos. Pons hizo referencia a la distancia que los separaba de Villa Adelina. Fue cuando Antonio Garrido aclaró que no era que los invitaba a su casa o, en todo caso, también, pero que la invitación era para que ellos pintaran la capilla. Aclaró que era para los amigos. La cúpula de la Capilla Sixtina de Garrido se cerraba con paneles triangulares de 40 cm.de base. Ofreció las medidas o llevar él mismo al Florida los paneles. Luego del convite apareció el aplauso. Los pintores fueron el centro de interés. La gente miraría intrigada, sin la menor idea sobre el calibre de la ocurrencia de un artista plástico que pensó en sus amigos.

Cuenta mi viejo que llegó a ver terminada la Capilla Sixtina de Antonio Garrido. Todos cumplieron en un lapso no mayor de tres meses: Era una maravilla festejar con la mirada su ocurrencia.

Había un solo foco de luz que a mi manera de ver desentonaba en la oscura Capilla Sixtina de Villa Adelina: el paño pintado por un amigo del dueño de casa y que no era adherente de las reuniones en el Florida: Spampinato. Los demás paños eran cercanos a la noche, a la sombra, y entre esas sombras estaba la mía. Pinté un pibito llevando una carretilla. Recuerdo que don Héctor Tessarolo pintó un pibe de pantalón corto y un solo tirador al hombro.

Pienso en la obra ausente de Cachete en el Hernández, como desaparecidas fueron las ilustraciones que hizo para el Martín Fierro. Qué habrá sido de la Capilla Sixtina de Garrido, no quedó familia. Dónde, entonces, encontrar su Capilla levantada desde el oficio de sus amigos, dónde los gestos, las palabras, aquella alegría y su correspondiente pena. El relato que hoy mismo hace Rolando Lois, y el relato de Iris Wulfshon terminan siendo parte de la memoria presente que nombra María Neder, parte de lo invisible permanente de Rubén Derlis.

 

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