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Los manducatorios de Leoncio

De cómo saciaban su apetito los laburantes de los comienzos de Teleonce. Mario Bellocchio

El primer frente de Teleonce en Pavón 2444, aun con adoquines y rieles tranviarios. Y una primitiva General Electric, se insinúa que “a leña”, piloteada por un Leoncio viejo y con los golpes de la vida (dibujo de Mario Bellocchio)

La magra pitanza diría Juan Bautista Martínez*, un atildado compañero de aquellos comienzos.

En los duros comienzos de Pavón 2444, aquel del pasillo de acceso empedrado como si fuese –lo era en realidad– un antiguo pasaje porteño, con cordones de granito y todo, también había un mediodía y un juvenil apetito “devorapiedras” que debía ser satisfecho –o apaciguado, por lo menos– en los exiguos 20 minutos que habíamos pactado en nuestras primeras letras gremiales los delegados paritarios. Los 20 minutos eran en realidad una fórmula que nunca se concretaba en menos de media hora y, aun así, solían extenderse en aquellos tiempos en que todo era “en vivo” por carencia de video tape, de manera que sabíamos que no había manera de esquivarle el bulto a la salida al aire y si había que volver en veinte, se volvía en veinte sin patalear.

El horario nunca pactado pero teóricamente aceptado por las partes para la manducación del mediodía era la una de la tarde. A esa hora tirábamos el pincel al río –como el “pintabarcos” que personificaba Luis Sandrini en “Riachuelo”– y nos integrábamos a la estampida que vomitaba el pasillo de Pavón hacia la esquina de Matheu, lo de Roberto, un oscuro bodegón que tanto proveía suculentos desayunos  –y alguna que otra grapa con miel “Mariposa”– en las frías mañanas de invierno, como unos guisotes infernales, de pasarle el pancito al plato, y sopa de verdura, una especie de reconfortante minestrón.

En verano el menú solía pasar a un churrasco a la plancha con ensalada, obligatoriamente jugoso por el escaso tiempo de cocción de que disponía el “chef” en aquellos recreos.

–¡Roberto, llamá a la ambulancia!

–¡¿Qué pasó?!

Y Farcy senior le mostraba la sangre manada del bife, casi crudo, como “prueba” de la necesidad de asistencia. El asunto se zanjaba con el regreso a la plancha del “herido” y la paciencia de la “mamma” de Roberto, la “chef de cuisine” de la taberna. En los mentideros de la canaleta bromeábamos con que a la pobre vieja, Roberto la tenía en la cocina amarrada con cadenas.

En invierno la sopa de verdura era religión nutritiva y abrigada. Un enorme caldero nos esperaba a la una con su humeante poción que solía distribuir a los comensales un borrachín que ayudaba en las horas críticas a cambio de su propio morfi. El sujeto, cuyo nombre no recuerdo, pero sí sus largas uñas de higiene ausente, se movilizaba con agilidad entre la jauría distribuyendo el brebaje. El último día que tomé sopa de verdura descubrí que su única uña blanquita era la que, casualmente, se sumergía en el líquido para sujetar el plato. Años más tarde Strassera reeditaría mi bocadillo por causas mucho más profundas: ¡¡Nunca más!!

Los camarógrafos de “Yo te canto Buenos Aires”: Palma, Bellocchio y Farías y el iluminador “Lunita tucumana” Rubín

En aquellos tiempos fundacionales la única competencia equivalente en proximidad –en Pavón y Alberti– era lo de Berto, un tugurio similar con ambiente centroeuropeo atendido por su propio polaco, un sujeto de mediana edad, alto y mandibuloso de obvios ojos claros, que tenía otro tipo de comidas y al que siempre tenías que advertirle sobre su condimento para que no se excediera sobre el uso de páprika o de picante. Al tal Berto lo tengo en la memoria como a un tipo de pocas pulgas que, recuerdo, se sacó de encima a puñetazos a dos clientes que pretendían hacerle un “paga Dios”, o algo así.

De lo de Berto siempre volvías “con aliento”.

Ni bien despegó el cohete en 1961 –tal era la señal del canal– comenzaron a aparecer locales para alimentar a la jauría de leoncios. Con sólo un pantallazo de la cantidad de gente que se movía delante y detrás  de las cámaras no se necesitaban poderes adivinatorios para visualizar el negocio.

De inmediato se concesionó el bar del pasillo que se las ingenió para hacer un  restorán de un cuartito.

 

 

Batang (ya Cristóbal) como anfitrión de la reunión de camaradería del 14 de noviembre de 2009

En la esquina de Alberti, en diagonal con lo de Berto, abrió el Batang, el primer boliche construido para bar y restorán, no un bodegón de casa vieja como los anteriores. De inmediato fue el elegido por Pichuco para hacer “la previa” de “Yo te canto Buenos Aires” que iba en vivo a las nueve de la noche. Resulta que, por la tarde se hacía ensayo de orquestas en el “A”. Los “cámaras”: Palma, el Negro Farías y yo, no necesitábamos invitación para concurrir. El primer día le pedí permiso al “Gordo” para escucharlo ensayar sentado sobre la “pastilla” de la escenografía, una tarima de un metro y medio de diámetro y unos cincuenta centímetros de altura. Aceptó complacido, y en los sucesivos ensayos él me llamaba a tomar esa ubicación para comenzar (¡Qué tipo querible era Troilo, por Dios!).

Al finalizar el ensayo él invitaba a los “técnicos” al Batang con prohibición absoluta de meter la mano en el bolsillo, cosa que él hacía en el propio con enorme generosidad. Y tipo ocho y cuarto emprendíamos el regreso a estudios para optimizar los preparativos de la salida al aire.

Luego vendrían “El humo” sobre Matheu, Denaro y un entorno más distante1 para cuando hubiera algo más que aquellos precarios veinte minutos.

Cayetano en “El humo”. Cayetano era un querible personaje que por unas chirolas te pagaba las boletas de gas, luz, teléfono… en la época en que tenías que comerte las colas bancarias por ausencia de internet

“El humo” vistió su propia fama. Nació tempranamente frente a las puertas de Matheu y creció en la alquimia de sus vapores cuando se habilitó el estudio “D”. Se llamó de distintas maneras, pero nadie le pudo quitar el apodo bien ganado en tintorerías y lavaderos en que había que sumergir las prendas luego de una manducación en el establecimiento de marras. Con el tiempo y los cambios de dueño resultó imbatible en tenerte una sabrosa comida al toque para ser consumida en tiempo record. Y en el crédito a pagar los días de cobro. Recuerdo al grandote del dueño apretando a algún remolón porque le habían soplado que ese día se habían liquidado los sueldos y el tipo se hacía el “sota”.

Un día, nunca supe por qué, Roberto, el de la esquina, vendió el boliche a un tal Denaro, quien le metió mano al tugurio e hizo un precioso local, muy “mediterrané” –blancas paredes de yeso colado y pisos de cerámica roja con desniveles– la pizzería-restorán se hizo célebre en poco tiempo y yo contaba con el conocimiento del dueño, el “gordo” Denaro, un señor de mi edad al que conocí de chico cuando atendía, contra su voluntad, el mostrador de la pizzería de su viejo, vecina al cine Asamblea, de Parque Chacabuco, de obligada concurrencia cuando se emergía del “continuado”.

El caso es que, aquí en San Cristóbal, poco tiempo después, el “gordo” se separó de su mujer y, con razones o sin ellas, no quiso saber nada con la equitativa repartija, cerró todo y dejó el lugar para las lauchas.

Cualquiera pensaría en la desaparición del sujeto de los lugares que solía frecuentar, cualquiera menos Denaro que compró la esquina de enfrente –la esquina noreste– y puso un boliche atiborrado de objetos “vintage” que pronto adquirió celebridad y prestigio. Tanto, que decidió redecorar el primer piso de la casona al mismo estilo de la planta baja como ampliación de la nueva pizzería Denaro.

En ese lugar, en 1989, ya como director de un programa periodístico del canal, participé, junto a mi esposa Virginia, en una cena pos grabación en la que Fernando De La Rúa enfurecido daba golpes de puño sobre la mesa asegurando que el peronista Eduardo Vaca no le iba a “afanar” la senaduría que él había logrado con sus votos y que luego el colegio electoral terminó asignándole a Vaca. El escándalo estaba lejos todavía de la huida en helicóptero desde los techos de la Casa Rosada a poco de comenzado el milenio. El “gordo” Denaro con los ojos desorbitados resultó anfitrión de aquel impensado evento con “Chupete” como protagonista.

Y un lugarcito para un recuerdo de manduque diurno en horario de trabajo. Hubo un tiempo en que en los mediodías de los sábados debíamos cubrir lo que se llamaba “guardia de flashes”, se trataba de un equipo de cámaras que hacía el aguante para la muy hipotética eventualidad de que alguna noticia de último momento debiera ser presentada en cámara por el locutor de turno.

Si sería eventual el caso que en los dos años y pico que duró la vigencia de aquellas guardias, nunca se dio.

Los titulares designados contábamos con la vista gorda para encargar el compromiso –de cámara fija– a los ayudantes con aspiraciones y salir a almorzar a los “carritos” –con ruedas y todo– entonces frente al Aeroparque.

Un mediodía de aquellos llegamos a la costanera Cacho Cánepa, el Negro Farías y yo justo cuando estaba por despegar un Avro Lincoln, uno de aquellos bombarderos históricos de la Segunda Guerra. El asunto era tan atractivo que nos quedamos pegados a la alambrada del Aeroparque viendo el ruidoso carreteo de semejante cacho de historia. De repente el monstruo se desvía del asfalto y sigue su rodar hacia el césped hasta detenerse. Se abren las puertas del fuselaje y vemos que la tripulación se arroja, sin más, y entra a alejarse del aparato. El fuego en uno de los motores en minutos se propaga y consume a la reliquia a pesar de los esfuerzos de los bomberos. ¡Qué primicia para contar con una cámara! ¿No? Pensamos. Nos miramos y a los tres nos ocurrió lo mismo: ¿Y si esto es causal de un flash? ¿Estarán “estos guachos” de los ayudantes al pie de la cámara? Creo que una teletransportación del “Túnel del tiempo” no nos hubiera llevado más rápido de regreso a Pavón donde, por supuesto, no tenían ni idea del accidente. Lo cierto es que el cagazo que generó el suceso puso fin a las excursiones de aquellos sábados  de “guardias de flashes”.

 

 

(*) El flaco Martínez –que no era “el Dibu”–, Juan Bautista, era un atildado compañero de los primeros tiempos, hijo de Atahualpa Yupanqui, que vivía sobre Pavón, a pocas cuadras de la canaleta. Al flaco todo el mundo lo confundía con alguien del directorio de la empresa, o algo así, tal su cuidado empilche y no menos lustrosa parla. Recuerdo en su departamento haber compartido en alguna ocasión mesa y sobremesa con don Ata, el viejo, como él le decía; tengo vivo en la memoria el recuerdo de aquel célebre personaje y su hijo, el que para hablar de nuestras costumbres manducatorias decía: “la magra pitanza”.

(1) En la esquina de enfrente de la fonda de Roberto estaba el quiosco de doña María, la mamá de nuestra compañera Angelita Títolo que te hacía unos chegusanes de crudo y queso que ¡agarrate! Más de una vez –por falta de tiempo, o de dinero– resultaban el sustituto de un morfi más suculento…

  • El éxito de “El humo” llevó a su dueño a abrir un boliche con espectáculo tanguero en la esquina de Pichincha y Garay que a los mediodías funcionaba como fonda, atendida por sus propios fonderos.
  • En un tiempo usamos el comedor del centro islámico de Alberti, entre Cochabamba y Constitución, hoy peaje de acceso a la autopista. Había que ir con tiempo y apetito…
  • Una fonda que tuvo su suceso fue la de Constitución y Matheu, otro bodegón cuyo día de gloria sucedió cuando el Leoncio Club entregó ahí las medallas de los 25 años (1986).
  • En Pavón y Pichincha, sobre Pavón, había un modesto restorán cuya especialidad, los ñoquis de verdura, con trocitos de espinaca, hemos disfrutado en algún alto de trabajo con Graciela Huber.
  • Un modesto listado de boliches de los primeros tiempos que tiene ineludibles baches de memoria.

 

 

 

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