Los barrios interiores de Prignano
Por Edgardo Lois |
Ángel Prignano es un hombre que hace del perfil bajo una postura de vida. Nos hemos encontrado en Boedo en muchas ocasiones. Prignano transita la totalidad de su Buenos Aires (es lógico debido a su quehacer mágico de barriólogo), pero siempre lo imaginé saliendo, de manera especial, de su casa/refugio en el Bajo Flores, cuando su destino es mi barrio de Boedo.
La mayoría de las veces el encuentro (su aparición) se dio en los alrededores del Margot: sentado a una mesa espíritu sangre adentro de la esquina, o de charla con amigos en el afuera. Ángel, siempre demostrando el afecto a través de una sonrisa ajustada, un apretón de manos. Un proceder atento, siempre adhiriendo al silencio o la palabra justa. No comulga con la bulla desbarrancada que a veces exhiben aquellos que solo saben de enseñar el afuera, el único mundo posible en determinados desiertos. Ángel es un hombre en el que se adivina contenido, señal que se confirma en la charla. Después están sus libros. Porque escribe libros de historia. Pura sustancia barriológica de su ciudad, y sus patrias primeras: los barrios.
Ángel Prignano es autor de: El Bajo Flores, un barrio de Buenos Aires (1991 y 2da. edición en 2009), Crónica de la basura porteña (1998), Buenos Aires: el barrio de Flores y sus hechos (2002), Historia del fósforo en la Argentina (2007), El inodoro y sus conexiones (2007), Barriología y Diversidad Cultural (2008), Buenos Aires higiénica. Agua y cloacas: entre la ficción y la realidad (2010), El tango en el barrio de Flores. Una barriología tanguera (2011), Historia abreviada del barrio de Flores (2014). Es integrante de diversas instituciones: Junta de Estudios Históricos de San José de Flores (fue su presidente entre 1998 y 2004), Baires Popular y la Academia Nacional del Tango (Académico Titular, sillón: La cachila). Colaborador de la revista Todo es Historia y Pichuco, y cofundador de la revista Historias de la Ciudad. Una revista de Buenos Aires.
Señalados sus territorios, cumplo en informar que no voy a hablar de estos logros. El autor ha sumado una nueva sintonía: uno comprende que este quehacer tiene, en efecto, algo de nuevo por su presentación, pero a la vez es algo que creció, que era preexistente en el alma del barriólogo: el libro Re-Cuentos Interiores, sus relatos de infancia, es una esquina donde los barrios del adentro fundan su labor como vero cronista ciudadano.
Las memorias de Ángel me llevaron a historias escuchadas a mi viejo; hay una coincidencia temporal entre ambas, y por lo tanto, de motivaciones, inquietudes y quehaceres como pibes de barrio: Ángel en el Bajo Flores y Rolando, mi viejo, en Boedo. Y todavía más, en esta misma esquina me encontré recordando detalles de mi infancia. A la ensoñación me llevó la aparición mínima de la Rosetta, la piba que había llegado de Italia en Roces precoces; en Hoyos reviví mis días de hoyo pelota en Martín Coronado; y lo mismo le ocurrirá a mi viejo cuando lea sobre Cristóbal, el barquillero, cuando vuelva al momento anterior al inicio del picado sobre el empedrado y alguien pregunte: ¿Aurieli?, para que otro responda: Diez (El fóbal). Re-Cuentos Interiores: el feliz ejercicio de la memoria escrita es la que hace posible el descorche de la memoria del otro, sabido es que la memoria es el otro, el que incluimos a nuestro lado, y el que alguna vez fuimos. Todos ellos, en movimiento, hacen posible la magia del recuerdo. Pienso en Ángel e imagino a un Tito eterno; pienso en mi viejo y aparece Salvini y el Tigre Millán: todos ellos buenos fantasmas que no detienen sus regresos.
Todo relato, toda historia, lleva impreso, por cuidadosa que intente ser, la feliz semilla de la ficción, y esta semillita solo se presenta sobre la palabrería alumbrada cuando hay vida sangre adentro del autor. La vida contiene sabores, felicidades, miedos, ausencias, tristezas, aromas, acciones, el ensayo de las cuatro o cinco esquinas decisivas para saber quién demonios se es en el mapa de los días. Y más allá de todo este posible, bienvenido maquillaje, está la base insoslayable de aquello que vivimos “como toda nuestra verdad”. Cuando se asume la escritura de un puñado de memorias como lo hizo Ángel, es necesario tomar un buen vaso de valentía a fondo blanco, esto sumado a la necesidad de contar, de construir memoria. Digo valentía, porque en este tránsito el autor queda un tanto al descubierto, él y los suyos. Ángel asume la parada, y por ejemplo anota sobre su madre en Silencios y resonancias: (…) La vieja cuidaba su jardín en silencio. Cocinaba en silencio. Ponía la mesa y servía en silencio. Saludaba en silencio. Iba y venía en silencio. A veces rezongaba… pero en silencio. Ella se manifestaba en silencio, pero en un silencio acogedor. / Porque con la vieja la cosa no era verbal. En Las cerezas de Gloria cuenta de su primera novia, y afirma: (…) Nunca tuve suerte con las mujeres. Mi timidez para encararlas me jugó en contra y mis amores no fueron muchos. (…). Ilusiones es una crónica sobre un reencuentro entre aquellos pibes de ayer, una de esas ceremonias de contenido equívoco y que, en la mayoría de los casos (la relatada es una más) tienen sabor amargo: porque los hombres no son los invitados, sino sus niños, y habría que revisar cuántos lo conservan vivo bajo el andamiaje de diferencias sustanciales en el hoy, como puede ser la idea política que los guía. En el relato leo: (…) A la segunda reunión se incorporaron las esposas, menos la mía porque no la tengo. (…). El autor se muestra, abre su última puerta, se cuenta, asume presencias y ausencias.
Ángel Prignano contó con un gran puerto para estos relatos: el ejercicio del arte de la barriología. Ayudó el trabajo minucioso, guardó datos, también ayudó en esta escritura haber vivido toda la vida en el mismo barrio. En una entrevista que le hice para una nota en Tiempo Argentino, Ángel recordó: Vivo donde nací, calle José Martí, en el Bajo Flores. Nunca me mudé a otra parte. Esto es una ventaja para quien decide hacerse cargo de la historia de su lugar en el mundo. La patria chica es la que te va forjando, va formando tu barrialidad. En la misma casa amasó memoria, compromiso y escritura.
Muchas veces me encontré leyendo libros de recuerdos de distintos autores. Y en muchos casos encontré la urgencia, el apuro, la ansiedad por plasmar la anécdota, la historia. Ahí el principal problema: la urgencia que lleva a contar mal. El relato aparece tenso, descuidado, brumoso. Re-Cuentos Interiores es paisaje diáfano, tranquilo porque el autor sabe a qué lugar quiere llegar. Importa primero el viaje: el para qué del viaje. Prignano no tiene ninguna pretensión poético-literaria que lo condicione desde el acto fundante. La pretensión enreda, la presión de escribir una obra de arte a cada página, enreda. Creo que el norte de Ángel fue siempre la memoria, y a su servicio colocó la palabra simple y clara. Este ejercicio dio, como resultante, de manera natural, progresiva, un puñado destacado de relatos que, por propia sustancia de construcción, se asomaron a aquello que se puede llamar literatura. Esas pequeñas inspiraciones que solo se logran trabajando, uniendo trabajo y sinceridad de discurso. Destaco El bañado, Ilusiones, Verduritas, Los viejos se fueron, El bigote de mi hermano.
Encontré cinco alturas dentro de un libro parejo. Re-Cuentos Interiores goza de esas maneras que suele tener una buena novela, con capítulos de transición y otros donde por el peso mismo de lo narrado, o por una vuelta de tuerca o acierto feliz en la manera de contar, se produce una altura que da movimiento, ritmo, a la tarea, en este caso, del memorioso.
Prignano reconstruye el barrio y una época. Hay relatos con un efectivo desarrollo de una historia, de una anécdota, pero hay también varios textos que actúan como si fueran viejas fotografías de Buenos Aires, porque nada más ilustran, dan pista de una costumbre, de determinadas presencias. Tengo la sensación que esas fotos actúan en el libro como la descripción de la escenografía en una obra de teatro, actúan como apoyaturas de un gran plano general en la película del barrio y de los barrios de Ángel. Puedo citar Ranas (pista sobre la zanja y sus habitantes frente a la casa), Quintana… y nada más (la librería), ¡Bum! (instructivo de pirotecnia casera), Nacido y criado (testimonio mínimo de un vecino), La silla en la vereda (costumbre que todavía se practica en Gualeguay), El lechuza (empleado de funeraria que estaba a la pesca de muertos en el bar, frente al hospital). Relatos que se diferencian de: El bañado, donde Ángel por ejemplo se cuenta como navegante: (…) Si bien era frecuente que encontráramos cajones de muerto destrozados en el vaciadero, dada la cercanía del cementerio de Flores, no lo era que conservaran las manijas de bronce colgando a los costados. Por eso, cuando nos topábamos con estos féretros no abrigábamos ninguna esperanza de hallarlas. Y cuando dábamos con una estallábamos de alegría porque representaba unos buenos pesos.
Pero lo que en realidad nos daba mayor satisfacción era que tales cajones no estuvieran muy deteriorados y mantuvieran intactos el forro interior de zinc. A este estuche nosotros sabíamos darle otro uso. Luego de vaciarlo de basuras y limpiarlo más o menos cuidadosamente, lo convertíamos en una canoa con la que navegábamos temerariamente muchas de las lagunas nauseabundas que existían en la zona. (…) El bañado nos daba mucha diversión, aunque de un modo macabro que solo los pibes del Bajo Flores sabíamos naturalizar.
En Pato degollado Ángel cuenta que el padre no comía pollo, elegía pato: y vivo llegaba hasta la casa donde esperaba mamá, al borde del piletón, con la cuchilla: (…) Fue la primera y única vez que presencié un hecho de sangre de tal naturaleza. Lo viví como un antiguo exorcismo, como la ceremonia de una religión extinguida; acaso un rito necesario –y al mismo tiempo ingenuo– que ayudara a reducir o eliminar conflictos latentes en la familia.
A partir de entonces, cuando mi vieja se aparecía con un pato debajo del brazo yo rajaba para la calle y no regresaba antes de dos horas. (…).
En La sala más familiar el memorioso cuenta el cine Varela, y dota de eternidad “al Tito”: (…) En ocasiones alguien traía golosinas de su casa; nunca las comprábamos en el cine porque “te afanan”, según la opinión de todos. Comíamos democráticamente, pero con mucho cuidado cuando la generosidad partía del Tito. De tanto en tanto se mandaba la misma joda con unos pequeñitos ñoquis negros de orozú (así llamábamos entonces a los caramelos de orozuz) que se asemejaban a los excrementos de chivas. En los quioscos se vendían sueltos con ese nombre: “soretitos de chivas”. El Tito compraba unos pocos gramos, los mezclaba con auténticas deposiciones de tal animal y las convidaba. Siempre alguien se ensartaba. Las chivas de don García proveían abundantemente sus diminutas deyecciones. (…).
Ángel Prignano es un hombre que contiene almas, esquinas y barrios en la tinta que le da vida.
Filipiscopio
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