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Los 50’s

De aquella última década de los tranvías, surgen recuerdos de una Buenos Aires totalmente distinta a la actual. Por Mario Bellocchio

 Ni mejor –como dirían los nostalgiosos incurables– ni peor –como opinan ciertos amantes del “progreso” a cualquier costo–, distintaOtras costumbres, otros porteños, otros transportes, otros automóviles –enormes–, la tracción a sangre y la convivencia con los caballos de tiro de todos los carros circulantes. De aquella Buenos Aires vamos quedando pocos testigos presenciales… El hallazgo de un viejo manuscrito mío, posterior a esos años, pero viejo de todos modos, me despertó de la modorra de la siesta contemporánea y atizó la idea de trascribir recuerdos pretéritos antes de que la memoria haga un pucherito con ellos y se los degluta –o me degluta a mí–. Hace ya más de 40 años, en febrero de 1984 –un mes antes de ser papá de Pablo, mi hijo menor–, escribí este pequeño ensayo que rescaté de un cajón de antigüedades. Un papel blanco, que devino sepia con los años, es el refugio de la letra de imprenta mayúscula manuscrita de la era –para mí– pre-computación.

Aún hoy –gracias a Dios y a pesar de algunos gobiernos porteños– sobreviven algunas casas, de “las de antes”, que conservan obviamente elementos contemporáneos de su época de construcción: viejas puertas de hierro forjado y, consecuentemente, sus cerraduras: En algún momento estos fuertes elementos dicen ¡basta, ya presté mis servicios, es hora de jubilarme! Y solicitan recambio. Pero…, y hete aquí el problema: hay que encontrar una nueva cerradura que coincida en tamaño y caladuras o, en su defecto, sea muy parecida, por la simple razón de qué modificarle los agujeros a un fierro de éstos es una misión imposible. Vayamos al meollo…

 

La llave

Minidrama I: “La llave”, acto I:

 “Chiquitita como un ratón, guarda la casa como un león”. Recuerdo aquella adivinanza que repetía como una gracia de pibe a tiempo que me preguntaba el porqué de las enseñanzas que nos machacaban sobre la portación de pestes varias de los ratones o el cuidado zoológico sobre el devastador zarpazo de la fiera.

Y la llave, que de ella hablo, en la pequeñez de sus dimensiones, en la sonrisa de sus dientes micrométricamente dispuestos –que hoy descubro burlona– suele ser protagonista de minidramas, tragedietas de olvidos y manejo impreciso. Un día cualquiera, te olvidás la llave de tu enorme puerta de hierro, de esas que Perón e Isabelita no conocieron, y ponés en marcha el mecanismo de solución con  elementos al alcance, ése que todo tipo que se considere ingenioso pone en marcha mesándose la barbilla con el índice y el pulgar de la mano derecha, si es diestro. Intento número uno: probar con alguna llave parecida de las abundantes que penden de tu llavero. Y… ¡oh las paradojas! Ante la primera nomás, la muy voluble cede. Pero también con la segunda, la tercera, el alicate, un destornillador… Uno llega a la conclusión de que Alí Babá no precisaría recurrir a su ¡Ábrete, Sésamo! para que esta casquivana le cediera el paso… ¿Cómo un león? Como un león muerto la guardás ¡desgraciada!

Telón lento, final del primer acto.

“La llave”, acto II:

Un rápido recuento de “lo que pudo haber pasado”, batido con igual cantidad de “futuras eventualidades” y el cóctel de la alarma está listo para ser servido: ¡Hay que cambiar la cerradura! ¿Sí? ¡Qué fácil! ¿No? ¿Y dónde mierda consigo una cerradura como ésta? ¿Y mientras la consigo, qué? Otra vez la barbilla con el índice y el pulgar de la mano derecha: ¡ya sé! Un buen candado, total, cuando cambie la cerradura, un buen candado y una sólida cadena hacen falta para cualquier otro uso. Manos a la obra y a disfrutar del confiable dúo, cadena-candado. Y una nueva “pequeñita como una lauchita” que pasa a formar parte del ya abundante llavero.

“La llave”, acto III:

Otro día cualquiera, cercano al primer día cualquiera, salís. La casa queda sola por un rato, el racimo de bronces del llavero descansa en “la cancel”, que no cerrás, total, vuelvo enseguida. Los candados –como es de dominio público– cierran sin necesidad de llave. Y uno, en el apuro, se manda el apareo sin descendencia de gancho y cadena hasta el “orgásmico” ¡clack! Tira el manotazo hacia el lugar del cinturón de donde penden los “ratones-leones” buscando la del auto y comienza el concierto de puteadas: ¡No están! ¡Quedaron adentro…, las llaves del reino! Y en la volteada del descrédito cae hasta la ginebra “Llave”. Telón rápido (debe caer antes que la censura).

“La llave”, (epílogo):

Vecino que ofrece una sierrita. Diez pasadas sobre un eslabón bastan para el corte –¡fierros eran los de antes!– y otra vez la entrada franca al rescate del manojo de llaves. La imaginación se regodea en el recuerdo del circo de barrio, aquél en el que nos filtrábamos por debajo de la lona para espiar a las jaulas de las “fieras”, al león famélico, incapaz del zarpazo, del ataque…, que ya sólo rugía para pedirle al domador ¡No me fajes más!

 

Yendo del “gallego” al “chino”

Hubo un tiempo en que los barrios o más bien el mini-barrio de cuatro manzanas de mi entorno, tenían un proveedor alimentario, que agrandaba sus rubros conforme se alejaba de la gran urbe, llamado almacén, transformándose más allá de la periferia en el almacén de campaña. El almacenero era algo así como el médico de cabecera que recetaba alimentos y otras yerbas en lugar de remedios. Estos robustos seres, por lo general “galaicos”, proveían de todo…, se trataba de los primitivos polirrubros. Eso sí, casi la totalidad de sus provisiones se expendían “sueltas”, vale decir que no venían en un prolijo envase plástico o de cartulinas varias.

  • –Don Jesús: ¿me da medio kilo de azúcar?
  • –¿Blanca, negra o impalpable? Inquiría el gordito…
  • –Blanca, blanca…

Era el visto bueno para que el “gallego de Galicia” –le decíamos gallego a cualquier español residente, pero éste era auténtico, de La Coruña–, agarrara de una pila un pliego de papel de estraza y con una pala de mano le volcara, de la bolsa, una cantidad aproximada que ajustaba en la balanza de platillos colocando una pesa de medio kilo en un plato y el material en el otro, quitando o agregando azúcar para equilibrar la oscilación. Y ahí venía la obra de arte del empaque: tomaba de ambos lados el papel y le producía una especie de repulgue coronado por un par de “moños” producto de una voltereta final que exhibía con el orgullo de un artista del expendio. Y así con los fideos, las harinas, las legumbres secas o aquellas galletitas que te espiaban detrás de la redonda ventana de vidrio de sus latas. Para los aceites, los vinos o el querosén tenías que ir con la botella de tapa hermética –cuando los envases eran de lata, cerámica o vidrio, no existían los de plástico– o corrías riesgo de desborde en el viaje de regreso. Cuando el último ¿¡Qué más!? Quedaba sin respuesta, se abría la etapa financiera. Sí, financiera dije, porque casi nadie pagaba “al toque, con efectivo”, salvo que fueras a comprar una cajita de fósforos “Victoria” o un pan de manteca “Dairyco”.

El “gaita” abría un libraco contable de tapas rígidas y vos le entregabas tu libreta de hule negro. Ahí “pelaba” el lápiz que portaba en su oreja y comenzaba a escribir la lista de artículos y sus precios con el lápiz-tinta –así lo llamaban– un adminículo que don Jesús mojaba en su lengua, que se coloreaba de violeta, y escribía con cierta inviolabilidad por si algún avivado quisiera modificar lo escrito (aún las Birome, que tiempo después cumplirían esa función de seguridad, no tenían circulación pública y eran, todavía, muy caras).

La cuenta “Doña María” (mi abuela materna) –y todas las demás– tenían un vencimiento flexible según las cualidades del cliente. Y siempre había un regalito, tipo yapa, el día en que la deuda se transformaba en billetes y un dependiente que, fuera de hora de atención, ensayaba un “delivery” en canasta de mimbre.

Allá a comienzos de los 60’s, una novedad que sólo habíamos visto en las revistas de la época, se aposentó frente a la cancha de Vélez. Era el primer supermercado –entonces, hoy sería un “hiper”–  y se llamaba “Gigante”. Y lo que al principio sólo era curiosidad se transformó en una costumbre. Los artículos venían envasados. Cada quien llenaba su “changuito” y pagaba en una caja al salir. Una nueva forma de seducción con la que la evidente mejora de los precios era, para el vendedor, ampliamente compensada por la promocionada forma de comprar otras cosas no imprescindibles pero atractivas. El camino de las tentaciones llegó a ser una especialidad marketinera de seducción que había que recorrer como única vía para llegar a los artículos de alto consumo. El autoservicio había llegado para quedarse. En lo que quedó de casi todo el siglo XX la compra cotidiana del almacén se transformó en la mensual del “hiper” que, desmadrada toda contención de rubros, vendía desde el modesto consumo hogareño en tentadores costos prorrateados en la cantidad, hasta  electrodomésticos y automóviles. Todo muy marketinero mientras duró la novedad y la bonanza, pero habían abandonado el afectivo mercado diario del almacén y su conexión con el entorno.

Algunos –que al comienzo fueron los coreanos ¿recuerdan?– advirtieron que un pequeño autoservicio más vinculado al barrio como los hoy ya desaparecidos almacenes, podría competir con ventaja con los “hiper” sin su despilfarro de tiempo en largas caminatas interiores y kilométricas colas en los cajeros. Y comenzaron a brotar como hongos después de la lluvia los pequeños supermercaditos barriales. Las libretas de hule fueron sustituidas por las tarjetas de débito y crédito, el “gallego” por un chino, el lápiz- tinta por el “posnet” y el rancio aroma de los almacenes por el desodorante de ambientes. “El chino” se mimetizó con el mini mercado barrial. No hay manzana de la ciudad que hoy no tenga al menos un proveedor de esta naturaleza. Yo tengo uno enfrente de mi casa.

PS: Véase en cualquier apodo aparentemente xenofóbico, el afecto y la admiración que profeso a los esforzados inmigrantes. Es mi caso. Mal podría renegar de la extranjería, renegaría de mis orígenes.

 

A domicilio

Eran tiempos en que existía el delivery pero se llamaba “reparto”. Y se trataba de una consideración del vendedor a una compra voluminosa. Generalmente se hacía fuera del horario de atención del boliche. El del almacén, por ejemplo. En principio lo hacía el propio almacenero, don Jesús Gabela, con un canastón de mimbre que pendía de sus robustos brazos de gallego. Cuando las cosas tuvieron su progreso, don Jesús compró un triciclo que él mismo pedaleaba. Y mejor aún, apareció un dependiente que se encargaba de la tarea.

Había, sin embargo, otros laburantes a domicilio como el sifonero que un día a la semana pasaba con su carro tirado por dos caballos, repleto de cajones de pesados sifones de vidrio necesariamente grueso para soportar presiones y minimizar roturas explosivas. Luego de varios accidentes comenzaron a aparecer los sifones forrados con metal desplegado que más tarde se transformaría en una carcasa de aluminio con ventanitas hasta llegar al plástico. Nuestro infantil chiste clásico a los miopes que debían usar gruesos cristales en sus anteojos, era decirles que portaban dos culos de sifón. El maestro Osvaldo Pugliese era el célebre ejemplo.

El sifonero, ya con sus modernos camiones, sigue siendo un oficio domiciliario supérstite, por lo menos en los barrios de la ciudad.

 

Algunas tareas, sin embargo, producto de una época y sus costumbres, dejaron sólo una estela de recuerdo.

El cardador de colchones. Los colchones populares eran de lana forrados con un género contenedor de resistente contextura llamado cotín. La lana con el tiempo se apelmazaba y el forro de género se percudía y era necesario reemplazarlo. Por entonces se acudía al colchonero-cardador. El sujeto respondía a la llamada con su presencia y un curioso y hasta peligroso aparato, si no se lo manejaba con habilidad. Se trataba de un balancín de un cuarto de circunferencia con techo y piso curvos poblado de gruesos clavos de acero de agudas puntas opuestas que el operario movía con habilidad en ida y vuelta y le hacía deglutir la lana del colchón, previamente lavada y secada, que emergía del otro extremo tan esponjosa como había salido de la oveja y mucho más blanca, cardada. El tipo había venido el día anterior y, desarmando el colchón y descartando el cotín, se había llevado la lana que repondría lavada y seca. Y, a su vez, tomando la medida de la catrera, confeccionaba una nueva funda de cotín cuyo gusto y precios elegías de un muestrario.

Al día siguiente se aparecía con el estrafalario aparato que hacía rodar con un par de ruedas de bicicleta y una vez cardada la lana la metía en el cotín y lo cosía. La exquisitez profesional iba de la mano con el “capitoné”, esa suerte de acolchamiento romboidal hecho en base a costura de botones que atravesaban el colchón transversalmente. ¡Y listo! Colchón nuevito, mullido y otra vez fragante. Ya vendrían los colchones de espuma, los de resortes y los somieres, pero los resortes no se “cardan”.

Hubo un tiempo en que el agua servida de baños, pero sobre todo la de las cocinas y sus lavaderos de vajilla, reglamentariamente se la hacía pasar por un desgrasador. Una caja que recibía el agua y por peso específico alojaba los elementos grasos de desecho sobre su superficie. El elemento, que aún conservan las casas suburbanas sin servicios cloacales, requería su mantenimiento. Vale decir, que alguien se tomara la desagradable molestia de desgrasar el desgrasador. Y por casa pasaba un “crosta”, diría Roberto Arlt, que se ocupaba de la desagradable tarea, todos los meses. Cosas de otros tiempos y otras higienes.

Recomendado por unos amigos, una vez apareció don Jaime. Don Jaime trabajaba para un emporio de venta de ropa y blanquería que quedaba, creo recordar, por Cangallo –entonces, hoy Perón– a la altura de Junín, por el Once. El emporio no ofrecía ni diseño ni alta calidad en géneros, era ropa común, sobria, a buenos precios y sobre todo, en cómodas cuotas, que don Jaime te venía a cobrar todos los meses, religiosamente. Mi pituquería infanto-juvenil me colocaba al borde de la oferta, pero a los abuelos, al parecer les venía como anillo al dedo.

En aquellos tiempos, cuanta cosa eléctrica –aparato o instalación– hubiera que arreglar, había que llamar al electricista. La ignorancia en la materia de mi viejo, mis tíos o mi abuelo era tal que eran incapaces de cambiar un par de tapones en la entrada de la casa. Algo me debe haber quedado retenido mentalmente que de ahí en más aprendí a realizar instalaciones y cableados profesionales, no quería convivir, cuando adulto, con esas carencias. Pero por entonces, el que venía a salvar las papas era “El Tarta”. Un personaje obviamente tartamudo que siempre contaba, cuando lograba embale en el fraseo, que su tartamudez era producto de un patadón eléctrico y que a eso se debía que ahora él cortaba la luz hasta para cambiar una lamparita. “C… on lalá coco-rriente, mu-mu cho res pe-pe to”, solía decir, para nuestro irreverente jolgorio infantil, que a él también lo divertía y repetía el sketch. Laburando no padecía las vacilaciones verbales. Llegó a arreglarnos una radio que llevaba meses de mutismo.

 

Los ambulantes

Acá cerca y hace tiempo las calles barriales se poblaban con vendedores ambulantes, amén de la consabida feria municipal de los martes y los jueves.

A la mañana temprano, y a veces me ganaba, llegaba el lechero –vasco el hombre, con boina, faja negra y todo– con su carro, un sulky de dos grandes ruedas como los que aún se utilizan en el campo, con un techito para el mal tiempo y dos estantes laterales con unos agujeros de 20 centímetros donde se calzaban los grandes tarros de bronce, cobre, aluminio, según fue marcando la decadencia por el costo del material. El carrito, tirado por un caballo que hacía la recorrida clientelar de reparto de memoria, no necesitaba de la guía de las riendas –aún hoy, cuando doblo con mi auto por costumbre en un lugar equivocado, suelo comentarle a mi hijo: “como caballo de lechero”– tiraba de un carro que, sin refrigeración, tenía que madrugar el reparto para la fresca conservación de la mercadería, despachada por Arrayúa –como apodamos al vasco lechero, porque fue su primera exclamación ante una dificultad de tránsito con un tranvía–. La medida era un jarro metálico de un litro con el que vertía el “jugo de vaca” en el hervidor con el que mi “vieja” la recibía y la hervía en primitiva pasteurización (la leche venía directa del tambo sin esa elemental preservación).

A media mañana –que yo sólo recuerdo de algún sábado o un faltazo escolar– sonaba la bocinita “tipo sorpasso” de la Panificación y ahí acudía medio vecindario a comprar sus panes lacteados, de viena o facturas varias. Aquellos carritos rojos, con su leyenda “Panificación Argentina”, como primitiva vivienda ambulante, con su pasillito de madera lustrosa y el apetitoso aroma de los panificados. Siempre recuerdo que me rondaba la sospecha de que aquel deferente trato con pinzas y prolijo ensobrado de la mercadería en bolsitas de papel madera se transformaría en un impúdico manoseo en la carga a granel de los carritos. Y acudía a la infaltable cita de mi abuelo materno: ¡Ojos que no ven…!

Por esas horas solía andar también el frutero-verdulero de singular éxito entre las familias de mis amigos y no tanto con la nuestra, aprovisionada con ventaja en la quinta de los nonnos –mis abuelos paternos– de Moreno. El verdulero era un estrafalario personaje fumador y bigotudo, de pucho constante en boca –parecía que tenía atado el cigarrillo a los labios– no lo largaba ni en los momentos de mayor necesidad, entornando los ojos cuando el humo los invadía y mirando, como podía, la guía de la pesa de su balanza romana. Recuerdo que sólo una vez lo vi sacarse el pucho para sacudirle la ceniza y volverlo a sus orígenes y fue en ocasión de tener que acudir a su serruchito zapallero –un pequeño serrucho curvo de grandes dientes– para cortar una porción de calabaza. Lo demás, pucho en boca: desde el ¡buenos días doña!, ¿qué va a llevar? Hasta el saludo junto al vuelto…

Como un apéndice del verdu-frutero, en verano, aparecía la ¡Sándia calada y colorada para la chica enamorada! El tipo tenía una cuchillita de hoja corta y aguda que hundía en el lomo del “zepelling verde” y sacaba un fragante y rojo cacho, para probar (el calado). Eran vendedores ocasionales que no conocían a los pibes del barrio. Una vez el papá de uno de nosotros nos salvó de la furia de un vendedor al que le hicimos calar una sandía y luego de saborearla, sin más, le explicamos que no teníamos plata. El tipo se enfureció y nos corrió amenazando con la cuchillita cuando el papá del Cheche Cuomo salvó la parada comprándole la sandía al energúmeno, que si no…

De vez en cuando, como emergiendo de un onírico universo paralelo, surgía el mimbrero. Vendía sillas, banquetas y todo tipo de elementos del hogar que pudiera fabricarse con mimbre. Se trataba de un pintoresco carro del que colgaba un enjambre de artículos que, favorecidos por su escaso peso y las múltiples formas de ser sujetados, se transformaban en un árbol de mimbres y sus frutos ensamblados por una soguita de largas dimensiones. Me fascinaba la paciencia del sujeto que era capaz de desmontar toda esa maraña para exhibirle a doña Porota aquella sillita de bebé que le señalaba en medio del enredo y con idéntica paciencia volverla a su lugar ante el rechazo a la compra. Me dijeron las malas lenguas –nunca sabré por qué “malas”– que queda algún sobreviviente del oficio vagando por la periferia barrial.

¡“Laponia, helados”! y aparecía el triciclo del heladero. Era un triciclo a pedal para empujar la caja cúbica metálica que llevaba sobre sus ruedas delanteras con la preciada carga que al final era lo más liviano de todo. Porque al mamotreto rodante se impulsaba pedaleando y había que tener gambas de shoteador para que se moviera y ni te digo para trepar las barrancas frecuentes de mi barrio. Pero cuando se detenía y abría la tapa, las maravillas del mundo podían brotar de su interior. Desde el humilde palito al agua a los bombones helados y las cassatas en vasito para pudientes entendidos podían surgir de su interior. El Laponia era un clásico que, a veces, se transformaba en ¡Noel, helados Noel!

¡Botellero! Todavía en barrios suburbanos puede escucharse aquel pregón, mientras que en los suburbios porteños los personajes han pasado a una destartalada pickup que parlante mediante ofrece ¿comprar? Todo tipo de artefactos en desuso. “Le compro hasta su suegra”, decía un chusco supérstite del andarín barrial.

¡Afilador! Cantaba el personaje sobre su escala musical de armónica casera. Y anclaba su rueda de carro a la vereda conectándola a la piedra mediante correas para hacer su laburo. Eran el ejemplo de palanca que solían citar todos los profes de física y sabían producir, por ejemplo, el milagro de que una tijera oxidada y trabada volviera a cortar ágilmente y luciera brillante.

La nota oprobiosa de estos servicios callejeros la daban los barrenderos en épocas de tracción animal por lo que su principal ocupación no era barrer hojas, precisamente.

Tiempos en que el plástico no existía, reinaban otro tipo de contaminaciones, quizá más manejables, y los residuos se depositaban en tachos metálicos que se llevaban al cordón de la vereda de la puerta de cada casa, con tapa, en el mejor de los casos. Del infierno aparecía un cochambroso carro tirado por dos jamelgos al que dos pobres laburantes le iban arrojando los tachos de la basura vecinal y uno ubicado en la caja vaciaba y acomodaba, como podía en ese marasmo, que invariablemente dejaba muestras en el entorno, sin recolectar. El paso de este leviatán concluía con una “baranda” que apestaba por horas el entorno con los vecinos tratando de rescatar, a unos cuantos metros de su domicilio, su tacho ya vaciado.

Uno terminaba deseando que pasara nuevamente el fragante carro de la Panificación.

 

 

 

Entretiempo:

En medio del tedioso entretiempo de los partidos de fútbol que transmite la tele, donde te ofrecen remedios como golosinas, las apuestas y la “birra” auspician una actividad deportiva y el “Dibu” presenta unas hamburguesas por las que Cormillot te internaría por seis meses para hacerte bajar medio kilo. En medio de esos entretiempos televisados, uno recuerda los entretiempos “en vivo” de la infancia y adolescencia –la mayoría de ellos en el Gasómetro de avenida La Plata– ¡Si su piloto no es Aguamar…! ¡Informa, la voz del estadio…! Y a escuchar en clerical silencio para enterarte cómo iban los demás partidos o comprar el “Alumni” para identificar la P de Boca, la A de River o la Z del Globo, sólo por este domingo, el que viene ya serían otras claves, y ¡a garpar de nuevo!

Créase o no, eran tiempos en que casi todos los partidos se jugaban simultáneamente los domingos a las tres de la tarde y había un tablero del Alumni en todas las canchas, que informaba mediante claves cuyo secreto te revelaba la revista, hasta que llegó la “Spica” –la radio portátil a transistores– y se les acabó el curro. Recuerdo una vez que le pregunté a un tipo con radio cómo iba “el Globo” y me tiró: ¿Qué, só quemero, vo? Los amigos de la “barra” me rescataron de la fiera, que si no… Algunas veces les tocaba a los pibes de la novena entretenernos con sus diabluras mientras bajábamos a los pasillos a “clavarnos un chori” a la pomarola –¡de verdad, Dibu!–, bajado a bodega con la ayuda de una Bidú y complementado por un ¡Sorocabana, café! – un auténtico jugo de paraguas en vasito que resultaba delicioso, si el Ciclón iba ganando… Luego aparecieron los muñecotes de los masticables Sugus con sus tragicómicas caídas donde necesitaban auxilio de sus asistentes para recobrar la vertical a riesgo de quedar pataleando boca arriba como cucarachas. Y a trepar de nuevo que ya están saliendo los jugadores a la gramilla. Eso de la gramilla era un poético eufemismo de Fioravanti que quería hacernos creer que el fútbol se jugaba sobre césped. Al Gasómetro no recuerdo haberlo visto con pasto en las áreas jamás, aunque le quepa el honor de haber sido sede del primer partido televisado en la Argentina, que se disputó entre San Lorenzo y River Plate (1-1) por el torneo de Primera División, el 18 de noviembre de 1951. Acababa de cumplir 12 años y lo vimos con mi viejo en la cancha. Aún ignoraba que diez años más tarde me incorporaría a ese mundo de la tele por los siguientes 30 años de mi existencia.

Y ahí comienza a unirse una historia hoy infectada por las tandas pero a la que hay que reconocerle avances tecnológicos descomunales: aquellas primitivas tres cámaras Dumont del Canal 7 con un solo zoom de 70 cm de largo que no alcanzaba para más primer plano que el torso de un jugador en las barrosas áreas, hoy es la provisión normal de más de quince cámaras color con poderosos zooms, con función casi telescópica, que no dejan de asombrarnos con sus imágenes de la luna llena cuando se presenta en los nocturnos. ¡Informa, la voz del estadio! Cambio en el equipo de San Lorenzo de Almagro… ¿Qué pasa ahora? ¿Sale alguno que tiene una mala tarde o se lesionó alguien? A finales de los 60’s comenzaron a hacerse los cambios tácticos, hasta allí eran sólo por lesión –bastante después llegaron los actuales cinco cambios a raíz de la pandemia de 2020–. Entonces era: sale burro, entra genio, así que… Por entonces también se recurría al BAR. Sí, no me equivoqué, al bar con “b larga”, el San Lorenzo, en avenida La Plata y Avelino Díaz, si quedaba para la charla post-partido. Y si no una porción de pizza de cancha como merienda no venía nada mal. ¡¡Chuengaaaa!!!

No faltará el viejito de mi edad o más que agregue algo que sucedía en su barrio y que yo desconozco. Y tampoco el que se asombre con algo que desconocía –el colchonero, por ejemplo–, una costumbre de barrio pobre que todavía no había desembarcado en los Simmons.

“Todo es posible en el reinado de la mente. Todo es posible en La Dimensión Desconocida*” y en el relato costumbrista de tiempos pretéritos…

 

(*) “The Twilight Zone” (La Dimensión Desconocida, serie de televisión de 1959)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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