Let´s change (Cambiemos)
Estados Unidos eligió a su 45º presidente: Donald Trump, el excéntrico billonario misógino y xenófobo asumirá en enero.
Por Pablo Bellocchio |
– ¿Qué querés ser cuando seas grande? –Le preguntaron a un nene en Parque Centenario, con la camiseta de Cristiano Ronaldo blanca y reluciente y el fútbol como única obsesión. El crío no tendría mas de diez años. Estaba obsesionado haciendo jueguito y no sacaba la mirada de la pelota pero aun así escuchó la pregunta que, en sí, era una invitación a la obviedad. Todos esperaban que el pibe contestara que quería ser futbolista. El púber, pícaro y sonriente contestó y sorprendió a propios y extraños: –”Famoso”– dijo, y nadie supo que contestarle. Uno podría preguntar ¿famoso por qué? pero nadie repreguntó. Hace tiempo ya que ser famoso no es un medio para un objetivo determinado, sino un objetivo en sí mismo. Ser famoso es un valor. La fama es, hoy por hoy, la medida del éxito.
Cuando hace un tiempo, el famoso magnate Donald Trump decidió presentarse a las primarias del Partido Republicano, nadie lo tomaba demasiado en serio. El candidato de todos, y por sobre todo del establishment, era el joven Marco Rubio, un estadounidense hijo de padres cubanos que con su perfil de niño obediente a Wall Street y su carita angelical parecía tener todas las de ganar en la carrera por la candidatura republicana.
Donald Trump, con sus modales incorrectos, sus maneras apolíticas y sus frases poco felices parecía ser un barco destinado a hundirse a metros de zarpar. En poco tiempo pasó a ser motivo de burla en todos los medios estadounidenses, tanto los liberales cómo los conservadores lo consideraban poco más que un payaso. Pero, aún sin darse cuenta, tanto los liberales como los conservadores ya estaban hablando de él. Las notas políticas sobre el personaje siempre traían buen rating. El candidato era por sobre todas las cosas un showman difícil de ignorar para los medios. Su nombre empezó a resonar cada vez mas fuerte. Su caracter intempestivo comenzó a lograr amplia identificación, sobre todo en la enjundiosa clase media estadounidense que hace rato que ve lejanos los buenos viejos días del sueño americano. Trump ganó entonces sus primeros estados en las elecciones primarias y el chiste dejó de tener gracia. A lo largo de cada una de las elecciones iba dejando atrás a sus competidores y la ola Trump se fue haciendo irrefrenable. Los medios tanto opositores cómo oficialistas no paraban de denostarlo, pero su nombre resonaba entre los norteamericanos que ansiaban un CAMBIO. No entendían muy bien “un cambio hacia qué”, ya que el mismísimo Trump no lo sabía explicar muy bien, pero el solo hecho de apostar por ese cambio con un discurso antisistema y una personalidad avasallante, le alcanzaron a Donald para sumar cada vez más adeptos.
Su fama se hizo imparable ante la perplejidad de todos sus detractores e, inclusive, la de sus aliados. Así ganó las primarias y se transformó en el candidato republicano, aun con la cúpula del tea party pidiendo su cabeza. Nada pudo detenerlo. El showman alcanzaba cada vez más inusitados niveles de fama. La ola de escándalos sexuales y declaraciones impropias que hubieran volteado a cualquier otro candidato a él lo fortalecían. Siguieron hablando de él en canales de televisión, diarios y revistas. La elección general tenía un solo nombre en el spotlight: Mister Donald Trump.
Esa fama aparentemente vacua fue la que lo llevó a ganar las elecciones y transformarse en el nuevo presidente de la principal potencia mundial. No existe la mala prensa, dicen “los que saben”: lo importante es que hablen de vos, no importa si bien o mal. Propios y extraños, repitieron tanto el nombre Trump que fue lo único que dejaron en escena. Y el electorado votó el nombre que se hartaron de escuchar.
Así entonces, esta asquerosa cultura del reality que impone un nombre y vacía el contenido, hoy, literalmente, gobierna el mundo. Pareciera que ya no se necesita una plataforma política. Alcanza con imponer un pintoresco personaje sobre el cual canalizar odio, para votar con bronca por un cambio que no entendemos; lleno de frases vacías que suenan bien, pero no dicen mucho: “Let´s make America great again” (Hagamos grande a Estados Unidos nuevamente) o “Unir a los argentinos” (Unite argentinians). Todo es igual.
Así avanza la cultura del reality, imponiendo desde la fama, un cambio sin contenido. Total el cambio siempre es bueno. No importa hacia donde ni con quien. Entonces probamos con el cambio… Cambiamos azúcar por arsénico y después nos sorprendemos de morir envenenados. –“Me hablaron tanto del arsénico que lo tenía que probar”– será la excusa.
La fama como valor. El spotlight como medio para sostener lo insostenible. Cómo el pibe del Parque Centenario, que está tan enceguecido con su objetivo de ser famoso, que sin darse cuenta se olvidó de cuanto le gusta jugar a la pelota.
Así estamos. Acá, allá y en todas partes. ¡Oh my trump!
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