La vecina triple A
En los años 70’s un conocido vecino pasó a ser funcionario de Bienestar Social. Por Mario Bellocchio
En el 1040 vivían los Gil, una familia encabezada por el patriarcal “gaita” don Vicente, cuya altisonante voz ronca emergía cargada de “eses” sibilantes y “elles”, correspondientes a un buen “gallego”, como se usaba decirle a los españoles vinieran del lugar de la península que viniesen. El 1040 era una de las tres elegantes puertas de hierro de un tipo de casa clásica: una de ellas conducía a dos departamentos de pasillo –en el del fondo vivían los Cuomo y Cheche, de mi edad y el mayor de tres hermanos, era mi primer amigo– la segunda puerta llevaba a la casa de arriba con balcones y la tercera a la de abajo, la más grande, donde vivían los Gil. Yo tuve una casa similar, que todavía está, en Castro Barros 1162, años después, a mi paso por Boedo.
Don Vicente era el papá de la Porota, una morocha de la edad de mis tías, y abuelo de Gladys, tres o cuatro años menor que yo y el atorrante del hermanito, Tatano –ya ni recuerdo su verdadero nombre– una especie de liendre insoportable.
Un día llegó el “langa” Antonio y sedujo a la nena –la Porota– que una vez seducida no fue abandonada, fue llevada al altar y a ser mamá de la parejita de hermanos. El tal Antonio, un par de meses después de alabarme el nuevo 128 y hacerme abrir el capó para mostrarle la transversalidad del motor, se compró un 125 verde inglés, no fuera a ser que el obreracho de su vecino, apenas un cameraman de Canal 11, tuviera un vehículo equivalente al suyo. Y me lo hizo saber tocándome el timbre para mostrármelo el día en que lo llevó a Emilio Mitre.
Tiempo después, en una situación similar de llegada a casa, veo que delante de mí se detiene en doble fila un Ford Fairlane negro –por ese entonces adoptado como vehículo de funcionarios oficiales– baja el chofer, le abre la puerta trasera a su pasajero y lo saluda quitándose brevemente la gorra. Desciende Antonio Villar de impecable pilcha tan negra como sus Clipper y me saluda con una leve levantada de mano –creí escuchar un “¡viste qué nivel, pibe!”, pero sólo fue mi imaginación–. En Emilio Mitre, termino de estacionar el 128 ladrillo, detrás de un 125 verde inglés.
Recuerdo que le comenté el asunto a mis viejos que creo ya se habían mudado al departamento de arriba de mi casa y mi vieja –gorilona ella–, no sin cierta fruición me comentó: “¿no sabés donde trabaja éste?”. Y sin esperar respuesta de mi parte: “en Bienestar Social, con López Rega, ¡mirá!”…, y peló una foto, en ese entonces publicada en Clarín, creo, y que ahora al volver a verla generó todo este déjà vu evocativo. Lo que realmente me llamó la atención y de alguna manera orientó mi incertidumbre vecinal, es que mi viejo –peroncho de la primera hora– no argumentara nada en favor del aludido Antonio con quien ocasionalmente cambiaba algunas figuritas partidarias.
En el recuadro blanco, mi vecino, Antonio Villar y sobre el ángulo superior derecho, mi compañero de Canal 11 Roberto Di Sandro por sobre la testa del mismísimo Brujo.
Las primeras palabras de Paino en la cárcel de Devoto a la Comisión fueron: “La organización de la Triple A me la encomendó a mí el señor Jorge Conti, asesor de prensa del Ministerio de Bienestar Social. La Triple A la manejaba el ministro José López Rega, pero su responsabilidad es relativa. También la manejaban sus asesores y sus enlaces. El día 3 de marzo de 1974, el señor Conti me entregó un cheque de dos millones de pesos contra Banco Nación…”
En 1973, en la “canaleta” (Canal 11 de Buenos Aires) Conocíamos a Jorge Conti como co-conductor de “Las dos campanas” un periodístico de mediano suceso en el que participaba junto a Gerardo Sofovich, pero a partir del 28 de abril de 1973, el COMFER (Comité Federal de Radiodifusión) determinó la intervención en las emisoras de televisión cuyas licencias “se han declarado extinguidas” y nombró interventores: en Canal 9: a Omar Gómez Sánchez, en Canal 11: a Jorge Conti y en Canal 13: a Pablo Rodríguez de la Torre.
Por su parte Paino aseguraba que Conti “me entregó otro cheque, de tres millones, de Honegger y Compañía, la imprenta que editaba la revista ‘Las Bases’. El cheque era contra Banco Shaw, sucursal Congreso. El señor Conti me dijo que ese cheque era para pagarle a un grupo armado que tenía que matar al diputado Rodolfo Ortega Peña y al abogado Antonio Tomás Hernández, vicepresidente de la empresa Dicon (Canal 11). Me negué terminantemente, tuve un fuerte cambio de palabras con el señor Conti y decidí alejarme del ministerio”.
Y no se detuvo ahí: aseguraba que esa negativa le costó que le balearan la casa y permanentes amenazas de muerte. Terminó internado en el Borda a raíz del informe de un examen siquiátrico que –según dicen las malas lenguas– nunca se produjo.
Conti, mientras tanto, seguía sosteniendo: “Paino es un loco. Un paranoico”.
Algún tiempo después el diario “El Día”, de Montevideo, publicaba anticipos de un libro de Salvador Horacio Paino, “Yo fundé la Triple A”. En él aseguraba que, en unos 300 operativos, habían matado a unos 2000 izquierdistas. Entre ellos, el cantante folklórico Jorge Cafrune; el sacerdote Carlos Mujica; el diputado peronista Rodolfo Ortega Peña, director de la revista ‘Militancia’, y Silvio Frondizi, hermano del ex presidente argentino Arturo Frondizi. En 1976, decía, la Triple A tenía armas por valor de dos millones de dólares “para enfrentar a los terroristas de izquierda”; estaban en los sótanos del Ministerio de Bienestar Social.
Ya vendrían tiempos peores –los de la dictadura– pero, sin embargo, saber que teníamos de vecino a un personaje con el que habíamos tenido cierta convivencia y que trabajaba con esta caterva era, cuanto menos, inquietante.
El 125 verde, mientras tanto, seguía detenido en la puerta de mi casa y sólo se movilizaba algunos fines de semana.