La fascinación de Mar del Plata
Alguna vez idealizamos un lugar en el que fuimos muy felices, una especie de “paraíso perdido” que el tiempo no pudo borrar. Mario Bellocchio
Desde muy pequeñito mi veraneo fue marplatense –años más tarde me enteraría de que también estuve en la panza de mamá embarazada–, en un hotel que creo recordar se llamaba Cavanas, o algo parecido, y quedaba en una transversal que desembocaba en el Hotel Provincial. Sólo retengo esa imagen fotográfica como primer recuerdo, debe haber sido el verano de 1943, acababa de cumplir tres años y no es mucho lo que se puede tener presente después de tanto tiempo. Sin embargo queda claro que casi todos los cajoncitos de la memoria, aún vacíos, le cedieron espacio a Mar del Plata, el lugar de mis sueños de invierno y el de las angustias por el regreso a casa ya pensando en el próximo verano.
Como corresponde, el viaje formaba parte de la aventura y lo que comenzó en tren, siguió en ómnibus y culminó en coche tenía un encanto muy particular. Aquel tren con vagón comedor con turnos, en el que vivimos el primer susto con Jorgito –el menor de los tres hermanos– que se atoró con un caramelo y no se lo podíamos sacar hasta que una oportuna palmada en la espalda logró la expulsión del caramelo asesino que pasó a ser parte de mis fobias infantiles.
Otra cosa era el “Cóndor” que salía de la estación Montes de Oca en Constitución. Recuerdo un viaje en un destartalado pero confortable “Leyland” en el que charlé mucho con el conductor suplente que se sentó a mi lado en su asiento reservado ¡Y era de San Lorenzo!!
Luego vinieron los tiempos del Chevrolet 37 azul de mi viejo, con refrigeración a ventilete. Era un enorme automóvil que me permitió dar mi primer examen en Dorrego –y lograr el carnet– con el que papá llevaba a la familia por esa angostísima ruta de doble mano con detención “reglamentaria” en “Atalaya” –medialunas mediante– y “Al ver verás”, para reposición naftera y estire de piernas. Alguna vez también hubo un pic-nic en el Automóvil Club de Maipú con comida transportada y bebida local.
Así la “disfrutada travesía” podía durar unas ocho horas, contando con que el viejo no le pedía más de 80 km por hora al “chivo”.
Llegar al kilómetro 404 y entrar por Constitución reservaba el encanto de quien veía primero el mar –más de una vez confundido con una línea de nubes–, ahí, cuando descubríamos el horizonte marino, podíamos sellar el festejado pasaporte de entrada.
En aquellos años infanto-juveniles el destino final era el “Hotel Gamba” de Punta Mogotes y atravesar la ciudad y el puerto era un desfile de ojos desorbitados y ansiosos de playa.
El “Gamba” era un viejo hotel producto del cambio de actividad de Luis Gamba, la transformación de una cantera que le concesionó Jacinto Peralta Ramos a comienzos de siglo desde la que suministró piedra caliza a todas las primitivas construcciones de Mar del Plata, incluida la Catedral. Ahora el hotel era una adaptación del viejo alojamiento fabril de la cantera que conservaba la chimenea industrial como hito histórico con pintorescos sectores como “el palomar” –allá arriba– o “Tierra del Fuego”, conjunto de habitaciones al sur de la sede central. Y una, llamada “el chalecito” exclusiva de Monseñor de Andrea, que bajaba de su obra cumbre –la Casa de la Empleada (1940), a unas pocas cuadras sobre la ruta– a compartir charlas, algún truco o tute con los parroquianos del hotel, el comedor y algún buen vinito que convidaba generosamente. Todos sentíamos devoción por el personaje sin distinción de credo o ideología (era bastante antiperonista el curita).
Nuestra estada se prolongaba unas tres semanas con pensión completa. Desayuno, almuerzo y cena que recuerdo prometedores y sabrosos. Pero andá a saber…, eran épocas de comer ladrillos con placer, así que… Lo cierto es que la playa quedaba ahí a unos metros bajando cuatro peldaños de piedra y que a las 12 y media sonaba la campana convocante del hotel, una duchita, a vestirse y a la mesa a ejercitar el renovado apetito de las vacaciones.
Los días fresquitos o poco propicios para la zambullida solían ser provocadores de caminatas por la orilla. Mamá era la campeona de aquellas maratones. Queda en la bitácora una en la que fuimos hasta la escollera sur. Ida, y vuelta con la lengua afuera. Papá, en cambio, solía elegir un partidito playero donde se mezclaba con los pibes luciendo sus gambetas y sus pulmones.
El viejo se “instalaba” en el Gamba y su entorno, era muy difícil que accediera a acompañarnos al centro a caminar por la rambla o dar la “vuelta del perro” por San Martín y el pasaje Sacoa. “Su” viaje al centro estaba ligado a alguna escapada nocturna a la “rula” con sus compinches adultos. En los comienzos íbamos con mamá en los precarios ómnibus de la “E” (Perla-Faro), unas matracas con plataforma trasera, a la antigua, que, recuerdo, una vez en la empinada barranca de Playa Grande, tuvimos que bajar casi todos los pasajeros, subir la barranca a pie para que el ómnibus pudiera treparla semivacío.
El centro tenía su encanto. Al menos una vez por temporada se cumplía rigurosamente la visita. Y sacarse una foto con los lobos marinos de la rambla figuraba en los mejores tours como un rito ineludible.
En el Gamba una de las tareas obligadas de los primeros concurrentes de la temporada, los de comienzos de enero, era acondicionar la cancha de bochas, sufriente víctima de los rigores del invierno sin mantenimiento alguno. Cumplida esa tarea, el deporte de los balones de madera contaba con adherentes de todas las edades, pibes incluidos. Yo era uno de ellos. Y a juzgar por cómo me elegían en el “pan y queso” debería hacerlo bastante bien.
En algún momento de la estadía, alguna noche, aparecía “el mago”, nombre con que resolvíamos la dificultad para pronunciar “prestidigitador”, un verdadero destrabalenguas. Años más tarde René Lavand –aquel fabuloso manco–, que también fue “mago” en el Gamba, nos solucionaría el conflicto idiomático con el vocablo “ilusionista”, en lugar del complejísimo “prestidigitador”, una genialidad a nivel de sus creaciones. La noche de los magos era una noche de fiesta para los pensionistas, no solo los chicos.
El veraneo no estaba tan vinculado a enero como en la actualidad y más de una vez, las vacaciones en febrero incluían bailes de Carnaval en el hotel, con serpentinas, papel picado, disfraces, caretas y tutti i fiocchi. En la organización participaba todo el mundo y yo me lucía con mis dibujos de las chicas de Divito que me salían bastante bien y eran muy requeridos como recuerdo al final de las reuniones.
Al principio el balneario era del hotel, con alguna que otra sombrilla. Luego se dio en concesión y aparecieron el San Remo, el Spaghetti, el Plus Ultra, el Rex, el Dos Bañeros, el de los pitucos del Sasso…, y siguen las firmas.
A la zona del hotel le tocó el Plus Ultra de Luis Giaccaglia que con sus hijos armó el balneario que disfrutamos en nuestra juventud con sus guitarreadas nocturnas, sus incomparables amaneceres y sus amores de verano para toda la vida…, de una temporada.
Ya jovencitos, la costumbre del veraneo familiar excedió al hotel –cercano su estado de abandono final deglutido por el proyecto costanero– y se trasladó a las viviendas del entorno de Punta Mogotes. Recuerdo particularmente como le afanábamos –con mi hermano– el “chivo” a papá destrabándolo de la pendiente donde lo acordonaba yendo a dar unas vueltas por los alrededores y el puerto, no más que eso, todavía era muy inexperto como conductor y un minúsculo accidente me habría cortado la carrera de chofer.
Llegó el momento en que cada uno hizo su vida y el conjunto familiar primitivo se disolvió pero, aún así, la fascinación de Mar del Plata –en realidad Punta Mogotes– que había calado hondo, se prolongó sobre las “tolderías familieras” con Andy y Malú, mis hijas, y los primos y sus chicos. Luego innovaría el medio de transporte yendo en avión con mi hijo Pablo, para culminar el fanatismo en la actualidad con mi esposa –que se crió en aquella ciudad– y no sin algún lagrimón por los tesoros edilicios perdidos, seguimos fieles a la devoción que, en mi caso, llega al onirismo de soñar con persistencia que no llego a tomar el tren o el ómnibus de regreso de esa ciudad sosteniendo la necesidad de permanecer en ella como residencia en “el lugar elegido”.