La esquina, las voces y todo el cielo
Por Tito Vaccaro
Manzi en San Juan y Boedo…, de hoy
Venía caminando desde Cochabamba. A contramano de los autos, por la vereda del sol. Poco movimiento en la mañana de enero. Nada de sonidos discordantes ni frenadas molestas. El flaco avanzaba sin apuro. Recordó entonces que era muy pibe cuando, ahí nomás, en una angosta vidriera saturada de artículos diversos, vio la radio portátil apoyada en la base de una licuadora azul. Sospechó que por aquellos días un destello inesperado disparó el big bang que convirtió la cuadra en un inconmensurable mercado de electrodomésticos. Algunos pasos adelante creyó saborear una masa fina de la no tan lejana Bombonniere y fantaseó leer en la pared la programación semanal del cine Nilo.
Al llegar a San Juan se detuvo. Debió esperar que se iluminara el hombrecito blanco del semáforo. Entonces lo vio. Estaba enfrente, casi de espaldas, con traje oscuro y corbata, como en todas las fotos. Alcanzó a divisar el perfil de la barba prolija y adivinó la sonrisa breve y la mirada tierna. Se dispuso al abordaje; a encontrarse con una voz cálida y esencial, como en todos sus versos.
Y cruzó.
El prócer estaba ahí. La silueta robusta, la frente ancha, el pelo escaso prolijamente peinado. Nadie lo miraba con atención. Nadie lo veía. Pasaban a su lado indiferentes. O lo traspasaban. Se mantenía inmóvil con la vista fija en el bronce que lleva su nombre.
El flaco no pudo contener su exclamación: –¡Maestro!
–No exagere, por favor…
–Pero encontrarlo justo acá, en su esquina…
–Otra exageración, como la placa y tantos homenajes. La esquina no es mía. Es de la gente, de la vida, de las voces, de su cielo.
–Puede ser. Pero hoy nadie duda que ésta es la esquina Homero Manzi. ¿O usted no es el autor de Sur? No sea modesto. Lo invito a tomar un café.
–A eso vine. Cátulo me recomendó que lo ubicara por acá. Pero caminemos un poco, hace mucho que no ando por la zona. Desde que partí en 1951 no pisaba estas baldosas. Está todo muy lindo.
–¿Le parece? Hay muchos autos, mucho apuro, mucha incertidumbre… Menos espacios para los sueños…
–No se dé aires de poeta. Ni de trágico, ¿quiere? Las cosas siempre fueron difíciles. Y a mí me tocaron algunas muy feas. Si hasta tuve mi tiempito preso en la época de Uriburu. Fíjese que acá, en esta galería, estaba el Teatro donde dije algún discurso de FORJA. Y nos quejábamos mucho. Éramos yrigoyenistas, tenaces, convencidos de las causas populares. Con Jauretche, Dellepiane, Fleitas, Del Mazo, Scalabrini Ortiz. Todos convencidos. Leales. Comprometidos. ¿Cree que la injusticia y el coloniaje se inventaron ahora?
–No, claro.
–Y con el peronismo llegaron los buenos vientos. Por eso me sumé convencido. La década del 40 fue muy productiva para muchos de nosotros. Con Demare, Petrone y Chiola fundamos Artistas Argentinos Asociados para producir películas que nos identificaran. Fue una etapa en la que por suerte pude trabajar mucho. Fui Presidente de Sadaic, escribí guiones, dirigí cine…
–¿Entramos?, preguntó el flaco frente al bar.
Se ubicaron en la mesa de siempre. En la de al lado, el tipo de la computadora leía sus noticias. Pero apenas los vio sentarse paró la oreja.
Pidieron sus cafecitos y el diálogo siguió su curso.
–Usted vivía muy cerca.
–En Garay y el pasaje Danel. De pibe fui a la escuela por acá nomás y después al Colegio Luppi, de Pompeya. Nunca escapé al estudio, pero lo que más me gustaba era leer. Por varios años fui profesor de historia y castellano. Y también fui periodista, porque la cosa era escribir, contar, emocionarme… Y emocionar…
–Se dice que usted fue, perdón, es, un intelectual completísimo, pero que en lugar de ser un hombre de letras prefirió escribir letras para los hombres.
–Es cierto. Sirve de muy poco que lo que uno escriba lo aprecien sólo los eruditos. No valdría la pena una sola sílaba…
–¿Por eso los tangos, las milongas?
–Supongo que sí… Pero vaya uno a saber, amigo.
–Usted sí que tuvo amigos.
–Gracias a Dios. Tipos muy especiales. Troilo, Discépolo, Piana. Y compartimos tantas historias, tantas aventuras.
–Y también tuvo amores. Algunos muy importantes. ¿Es cierto que Malena está dedicado a…
–¡Bueno! Tenga mano. De mi vida privada no hablo. Soy de la época de El Alma que Canta, no de estos programas chismosos por televisión. No se confunda, ¡eh!
–Se me escapó, disculpe…
Silencio absoluto. Prolongado.
El vecino de la notebook aprovechó la oportunidad: –¿Me permiten aportar algunos datos?
–¿Es amigo suyo?–, preguntó el autor.
–No mucho. Pero esa pantallita parece fallar menos que la memoria.
–Déjelo, entonces.
Con una sonrisa triunfante, habló el hombre del archivo digital: –Acá dice que el caballero registró 172 obras, que no usó el lunfardo y empleó la metáfora como un auténtico elegido.
–A ver, a ver–, continuó el relator: –Nació en Añatuya, Santiago del Estero, y a los nueve años llegó a Buenos Aires. Junto con Petit de Murat escribió el guión de La Guerra Gaucha, dedicó el acongojado “Discepolín”al autor de Cambalache, y Pichuco derramó desde el fueye su “Responso” sin consuelo, cuando la ineludible se hizo cargo del propio Homero.
–Acá aparece el listado de obras, pero es interminable. Igual les leo algunos títulos, insistió el aficionado cronista. –Che, bandoneón, Milonga Sentimental, Tu pálida voz, Malena, Manoblanca, Desde el Alma, Barrio de Tango, Fuimos, Sur, Ninguna, Romance de barrio… ¿Sigo?
–Suficiente, dijo el flaco.
–Bueno, muchachos, me voy yendo, dijo el visitante. –¿Así que el café está pago?
–Y cómo no, maestro. Es muy bueno hablar con alguien como usted, aunque haya gente que no dé crédito a estos encuentros.
–Se los pierden, sentenció el barba. Se puso de pie, saludó con sendos apretones de mano y se dirigió hacia la salida. Antes de llegar a la puerta, se dio vuelta, y mirando al flaco, proclamó: –A esos que desconfían recuérdeles lo que opinaba Scalabrini: “Creer, he ahí toda la magia de la vida”.
Volvió a girar en redondo, dijo chau y zarpó rumbo al sur.
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