José María Peña
El jueves 7 de este mes falleció, a los 84 años, el arquitecto Peña. A los que nos ocupa el patrimonio urbano porteño bastaba con nombrarlo de esta escueta manera para saber que estábamos hablando del mayor creador, gestor y defensor de la preservación de nuestra historia social labrada en los objetos y viviendas de nuestros antepasados. José María tuvo una notable afabilidad que no se interpuso con su rigor investigativo o su obstinación a la hora de definir exigencias de archivo y exhibición.
En 2008 tuve el honor de compartir la celebración de los cuarenta años de la creación del Museo de la Ciudad –su obra de mayor conocimiento público– donde conté con su generosidad para exponer mi muestra de fotografía de la ciudad en el Centenario, “Tinta roja en el gris del ayer”, con intervenciones digitales.
Hace unos pocos días “el arquitecto de la preservación” partió dejando una enorme huella, a punto tal que Página 12 le dedicó todo el suplemento “m2” en su homenaje. (Mario Bellocchio)
Adiós al maestro
Por Sergio Kiernan
La semana pasada murió a los 84 años el arquitecto José María Peña, un referente del patrimonio como pocos. Fundador del Museo de la Ciudad, de la Feria de San Telmo y de la primera área de preservación porteña, Peña formó generaciones de patrimonialistas y siguió activo en causas de las buenas hasta último momento. Esta edición de m2 es un homenaje a un hombre que con cordialidad y olfato político logró que hasta la dictadura respetara un poco nuestro pasado.
El siguiente es un extracto de uno de los raros reportajes que el arquitecto José María Peña, muy reacio a figurar, dio fuera de un contexto profesional o académico. Fue publicado en Página/12 en octubre de 1999. Aquí se reproducen los párrafos principales del diálogo con un orgulloso “ciruja cultural” que se confesaba feliz revolviendo volquetes.
–¿Cómo hizo para convencer al gobierno de Onganía de fundar un museo como el Museo de la Ciudad?
–Suerte… Yo creo que cada uno tiene sus suertes y sus casualidades, que a la larga no son casualidades. Yo estaba trabajando hacía algunos años en el Instituto de Arte Americano de la Facultad de Arquitectura, un grupo muy chico en el que estudiábamos arquitectura argentina del siglo XVIII y XIX. En realidad, no habíamos pasado de Buenos Aires porque cuando empezamos no había casi documentación sobre Buenos Aires. Había libros sobre la ciudad, pero no del enfoque que le queríamos dar. Como siempre sucede, hicimos el trabajo de investigación, pero no había plata para publicar. Entonces, el arquitecto Prebisch, que había sido decano de la facultad, es nombrado intendente. Como Prebisch era amigo de Buschiazzo, nuestro jefe, hicieron un convenio entre la Municipalidad y el instituto para publicar nuestra investigación. Cuando se tuvieron las primeras dos publicaciones, las llevamos al secretario de Cultura de la ciudad, en noviembre de 1967. Hubo una ceremonia y, cuando terminó el secretario, me pregunta qué tengo que ver yo con la familia Peña que tenía casa en Pinamar. Yo le digo, “es mi padre”. “Qué gracioso”, me contesta, “yo alquilé esa casa dos años para veranear”. Era una casa que nos habíamos hecho con gran esfuerzo y que teníamos que alquilar para mantenerla. El secretario me pide que me quede diez minutos porque quería hablar algo de Pinamar. Y yo aproveché para preguntarle qué hacían con las casas que estaban demoliendo para ampliar la 9 de Julio. Preguntó y resultó que indemnizaban al propietario y después se vendía en bloque la demolición. Y le propuse que, ya que la Municipalidad era dueña de todo, por qué no sacar una puerta, un llamador, un balcón. Le interesó, quedamos en hablar. Y la casualidad quiso que esa misma noche, en casa de amigos, me lo encuentro con su mujer. El me ve y me dice, “Peña, esto es increíble”…
–Y, realmente…
–Yo le dije lo mismo, pero él me dice, “No, no es eso. Yo tenía que llamarlo porque su idea le interesó tanto al intendente que ya está creada la comisión”. Habíamos hablado a las 11 de la mañana, eran las nueve de la noche y ya estaba.
–Ya era funcionario.
–Ad honorem, por supuesto. Entonces, empecé a separar cosas de la demolición.
–¿Cómo hacía? ¿Aparecía usted, joven arquitecto de traje, y empezaba a arrancar balcones?
–Ojalá, eso quería yo. Yo iba con los titulares de Inmuebles y Concesiones, recorría la zona e iba señalando aquel balcón, ese llamador, este vitral. Cuando demolían y salía en bloque, tenían que entregar eso.
–Se dio el gusto de su vida.
–Realmente, el gusto de mi vida. El único problema es que era yo solo. La comisión era un trámite, una formalidad. El trabajo lo tenía que hacer yo. Y a los demoledores les caía mal que viniera uno de afuera, había problemas de transporte, de camiones, en fin, se perdieron muchas cosas. Por ejemplo, un día separé un frente de chimenea es-pec-ta-cu-lar, de mármol violáceo, y me fui al galpón donde lo tenían que guardar, para etiquetarlo. Llego, y me esperan con caras largas y preocupadas. Pregunto y me dicen, “sabe qué, arquitecto, el Chueco no está acostumbrado”. El chofer del camión no se dio cuenta y activó el volcador. La hizo polvo, quedó en pedazos.
–¿Cómo se funda el museo?
–Por esa época, la señora del intendente organizaba unas recorridas de la ciudad para las mujeres de diplomáticos, y yo participé de algunas, que gustaron mucho. La señora del intendente me dijo que cualquier cosa que necesitara, la llamara, y yo le pedí 10 minutos con su marido no para pedir nada sino para ofrecer. Pasaron unas semanas, y me invitaron a comer. En la comida, el intendente me pregunta si estábamos juntando muchas cosas y yo le digo que realmente sí, y que me preocupaba que se guardaban en un galpón. Y, le dije, “usted está ahora, pero si le ofrecen otro puesto se va. Y el próximo ve el galpón y ordena que tiren los fierros viejos para hacer lugar. Se pierde todo el trabajo”. Le dije que había que crear algo que clasificara, fotografiara, investigara y exhibiera el material. En el ínterin, yo había propuesto crear en San Telmo una feria de cosas viejas. Pasan las semanas y de golpe, en octubre de 1968, me llaman a casa y me dicen que pasa el intendente a buscarme para ver el lugar donde yo proponía la feria. Fue en el auto que me dice que se había quedado pensando y que creía que era hora de abrir un museo que se ocupara de lo que habíamos juntado. “¿Usted se anima a hacerse cargo?” Yo ni creía que se iba a hacer, ni hablar de pensar en dirigirlo. Bueno, acepté y ahí mismo me acordé de que el edificio de la esquina de Alsina y Defensa, los Altos de Loriaga, eran de propiedad municipal. Paramos a verlo, el secretario anotaba. Y al día siguiente me llegó el nombramiento.
–Era director de un museo que no existía.
–Claro, me dieron oficinas en el Centro San Martín, que acababan de inaugurar. Hicimos algunas vidrieras, mostramos algunas piezas en el hall del cuarto piso. En 1969 le pusieron cartel de venta a la esquina de la farmacia de La Estrella, con lo que iba a desaparecer. Le hablé al intendente y compramos el edificio. Así fue que empezaron las exposiciones de dos meses de duración. No podíamos mostrar las rejas y las piezas grandes porque, ¿quién las movía? Entonces empecé a pedir prestadas cosas más chicas, que no podía tener por más de dos meses.
–¿A quién le pedía?
–A amigos, a cualquiera. Pedíamos tostadoras, sartenes, armábamos una exposición alrededor del nombre, que se transformó en característica del museo: nombres muy cortos, o larguísimos. Me decían que nadie iba a aguantar un nombre como “Dónde, cómo y con qué comieron y bebieron los porteños”. Y funcionó mil veces mejor que “Exposición sobre la comida”.
–Espere un minuto, ¿usted armó el museo pechándoles a los amigos?
–Claro, y a los de la Feria de San Telmo, que inauguramos en noviembre del ’70 con 30 puestos y en tres meses tenía 270. Lo de la Feria fue fácil, porque enseguida se transformó en una gran familia, con gente que se disfrazaba y se ponía sombreros. Piense que en esa época, todo el mundo usaba saco y corbata, hasta yo iba de corbata los domingos a supervisar la Feria. Entonces, me prestaban cosas para las exposiciones, y me donaban cosas. Hay uno que siempre me traía los retratos: compraba lotes en casas y las fotos, que no se vendían, en lugar de tirarlas me las traía.
–¿Cómo organizaba las exhibiciones? ¿Con qué lógica?
–Había una espina dorsal: qué cosas generaban los porteños. Y había grandes grupos de temas: los edificios, por supuesto, las plazas y las calles, las personas, los sucesos, o sea las cosas que ponían a hablar a los porteños. Qué se yo, la descuartizada del lago de Palermo… la nevada de 1918…, cosas que no son trascendentales pero todos compartimos. Desde el primer momento queríamos formar un gabinete fotográfico, le pedíamos a la gente que nos trajera esas fotos guardadas en el fondo de un cajón. En 1974 hicimos la primera exposición del país de tarjetas postales. En su época, eran un medio masivo. Hubo gente que por coleccionar tarjetas se conoció y se casó. La gente iba a las casas de los famosos para que le firmaran las tarjetas. Le golpeaban la puerta a Mitre, a Obligado…, y les escribían versos enteros. Yo tengo varias en la colección. Era un juego, una parte de la comunidad.
–Desde el arranque fue un museo de lo pequeño. Parece que se adelantó a la moda actual de la historia de la vida cotidiana.
–Los argentinos tenemos la manía de creer que lo único que vale es lo magno. Somos grandilocuentes. Aquí vienen extranjeros que dicen que ellos no tienen un museo así. Un día viene un profesor de Heidelberg y me dice eso, y yo le dije “por favor, con los museos espectaculares que tienen ustedes”. Por supuesto, me contesta, pero no tienen la vitalidad de éste. Debe ser que para mí, de partida, la consigna fue “la vida se toma en solfa”. El patrimonio es para gozarlo, no para sufrirlo. Cuando hicimos la exposición de juguetes, el que vendía las entradas tenía un balero y cada uno que llegaba tenía derecho a dos tiros. Si acertaba, no pagaba.
–Me acuerdo perfectamente de esa exposición: mi hermano y yo vimos a nuestro padre jugar al balero…, y se ganó su entrada.
–¿Vio? Después hicimos campeonatos de balero por tres años (antes de Sofovich) y descubrimos que las mujeres juegan mejor que los hombres.
–¿La gente dona?
–Sí, y mucho. Nunca nos olvidamos de nuestra incitación a donar, y hoy puedo decir que entre el 75 y el 80 por ciento de nuestra colección es donada. Lo que hace que el museo sea válido porque lo hizo la gente de Buenos Aires. Nosotros explicamos que nos interesa cualquier cosa, hasta lo que parece basura. Nuestro cartel de donaciones es un tacho de basura con un NO. La gente nos trae una bolsa de residuos con cosas que nosotros siempre podemos juntar con otra cosa. Un día vino un señor a ofrecer moldes para hacer mosaicos de pisos, moldes de la fábrica Montanari, que había fundado su abuelo, la había seguido su padre y ya cerraba. Fuimos a la fábrica, en Núñez, me mostró los diez moldes que quería darnos y me hizo un recorrido de la fábrica. Y en el último patio, me encuentro como un friso en la medianera hecho con moldes pegados. Eso lo iban a tirar o vender como material. Entonces le dije que si lo donaban, le hacía una exposición en homenaje a Montanari. Recibimos doscientos y pico de moldes, pero no teníamos las baldosas. Por lo que hicimos el Operativo Baldío: nos fuimos todos a los baldíos, con cortafierros, a sacar baldosas. Juntamos muchas, y encontramos como siete que coincidían con los moldes.
–¿Le pasa mucho que se despierten tantas emociones?
–Cuando hicimos la primera exposición de envases, que llamamos “Los envases de la nostalgia”, vino un hombre de unos sesenta años que se quedó viendo la sección de latitas. Yo iba y venía por el museo, que usted vio que es una casa, con todos los ambientes conectados, y lo veía siempre parado ahí. Al final me acerco y le digo: “Parece que se quedó muy pegado a este lugar”. Y el hombre se da vuelta, me mira, y veo que tiene los ojos brillosos. Con voz entrecortada me dice: “La latita de dulce de leche La Martona. La vi y recordé cuando mi abuelo me daba los cinco centavos los domingos para comprarla. Y me decía ‘cuando saques la tapa tené cuidado, que corta’. Yo comía el dulce con el dedo”. El hombre se acordó de sus tíos, de la casa familiar, le volvió toda una experiencia de vida. Esto nos pasa todo el tiempo. Hasta hay gente que encuentra parientes en las fotos. Un día estábamos aquí mismo, en La Puerto Rico, y viene volando el ordenanza a avisar que hay un hombre mayor enojadísimo, que quiere bajar un panel. Subo y me encuentro un hombre de más de 70 años, muy bien vestido, me acerco, me presento y él, furioso, me dice: “¿Con qué derecho colgaron esa foto? Esos son mis padres y ése soy yo”. Lo calmé mostrándole el epígrafe de la foto, que señalaba cómo los padres posaban orgullosos para los amigos y, sin saberlo, para la posteridad. Me preguntó de dónde la había sacado y en el archivo averiguamos que la había donado uno de la Feria, que la había comprado en Emaús. Le hice ver que la foto podría haber terminado en la basura. El hombre se disculpó y me empezó a contar historias.
–Usted se define como un ciruja cultural…
–Desde hace años. Saco cosas de los volquetes, de los tachos, contagié a todo el personal del museo. Hace dos años hicimos una muestra fascinante, “Estos despojos maravillosos”, en la que mostramos hasta una petaca de cuero crudo del siglo XVIII, un tapiz tipo Pompadour abandonado en la demolición de la autopista 25 de Mayo.
–Cuando usted empezó este museo, era la época de la fórmica, del desprecio a lo viejo, de remodelar los locales, tirar los mostradores…
–Así desaparecieron todas las panaderías de Buenos Aires, con los techos tapados con Fonex, aquellas varillas de metal.
–… pero treinta años después está de moda sacar el Fonex y ver si quedaron las molduras.
–Y, son treinta años de lucha, con muchas otras personas. Yo creo que la acción del museo fue capital. Mejor, la acción de la Municipalidad. La Feria se inaugura por tres razones. Una para tener un ámbito que tantas ciudades tienen, como Tristán Narvaja en Montevideo. Otra, para que sea un salón al aire libre del Museo. Y la tercera, que nos permitiera intentar recuperar el barrio de San Telmo, que era un cadáver abandonado. Muchos funcionarios se oponían porque creían que iba a ser un papelón, que nadie iba a ir a esa mugre. Mi terquedad y el apoyo de los que trabajan conmigo consiguieron que se hiciera. Y el apoyo de la gente fue instantáneo. ( Página 12 – Suplemento “m2” – Sábado, 17 de octubre de 2015)
José María era una persona inteligente, inquieta, sensible, creativa y de un humor notable. Una persona que en 1968 supo crear el Museo de la Ciudad con un montón de materiales y elementos recuperados de las demoliciones producidas para extender la 9 de Julio. Ese fue el inicio de una colección que creció en el tiempo con otros objetos recogidos de la calle o donados por los vecinos. Entre sus muchos logros se cuentan la Feria de San Telmo, los programas de radio, los bailes en la calle y los aportes a los diferentes organismos de los que formó parte, incluyendo la por entonces Comisión Nacional de Museos, de Monumentos y de Lugares Históricos, de la que fue vicepresidente, junto a otro grande, el Dr. Jorge E. Hardoy.
Presidió la Comisión Técnica Permanente para la Preservación de Zonas Históricas de la Ciudad y junto a su equipo gestionó la U-24, la primera zona de preservación de la ciudad de Buenos Aires que abarcaba los barrios de Catedral al Sur y San Telmo en 1979. Gestionaba tratando con los vecinos, hablando, consensuando, caminando la zona, a la que se mudó con el correr del tiempo. No fue una tarea fácil. Tuvo que resistir los embates de quienes reivindicaban sus propios intereses inmobiliarios y los de otros, sin demasiado apoyo de las autoridades municipales. Fue acusado de querer frenar el progreso de la zona y de querer convertirla “en un museo histórico de suciedad, desidia y ruinas”. Pero gracias al esfuerzo realizado todavía podemos disfrutar de algo de su historia.
(Fragmento de “Un promotor de la cultura” por Marcelo Magadán, Página 12 – Suplemento “m2” – Sábado, 17 de octubre de 2015)
(… ) tan valiosa como su enorme erudición, su sabia palabra, su don de gente y su honestidad, ha sido su desenfado, su frescura y su eterna juventud para comunicar la esencia patrimonial, esa que puede hacer al patrimonio querible, único y singular para cada persona en cada lugar. Esa mirada intimista y cálida, hacía de su aporte algo definitivamente impar.
Más aún, creo que frente a sus palabras tanto los conservacionistas a ultranza como los renovadores compulsivos, sonaban en sus argumentos anticuados y remanidos.
La actitud que campeaba a cada instante en José María era la de alguien que, más que preocupado por respetar a ultranza el bagaje normativo de la restauración, era la de una persona dedicada a hacer comprender la verdadera naturaleza y valor de ese patrimonio.
(Fragmento de “Experiencia y estaño”, por Jorge Tartarini, Página 12 – Suplemento “m2” – Sábado, 17 de octubre de 2015)