¡Gardel ha muerto!
Se cumplen 84 años de la trágica jornada del 24 de junio de 1935
Allá por los primeros tres cuartos del siglo anterior (el XX, digo) hubo un escritor-poeta-periodista dedicado al deporte y más específicamente al fútbol, que supo dibujar como nadie, con su lenguaje de pueblo, aquel micromundo de personajes trashumantes y tangueros que vagaban de la “yeca” al cafetín y la noche, de los vestuarios a la tribuna…
Este texto de Diego Lucero (Luis Alfredo Sciutto) agrega a su valor intrínseco, el de pertenecer a un inigualable cronista popular contemporáneo de los hechos. El periodista deportivo viajero que vio todos los mundiales que le tocó en su ejercicio profesional, que estuvo preso en España, durante la Guerra Civil, relata a Gardel con ese lenguaje de potrero –literario-periodístico– donde el “lunfa” describe la vida mejor que la academia.
El relato de Diego Lucero
y la noticia era: ¡Gardel ha muerto!
Aquel mes de junio de 1935, con mis socios Pata’e Catre, Roncadera y Primero’e mayo, estábamos campaneándonos el Campeonato Sudamericano de Básquet que se jugaba en Río de Janeiro. El urso Stroppiana había armado un lindo zafarrancho. Faltando cinco segundos para terminar el partido con Uruguay y estando la cuenta empardada en cuarenta y tantos puntos…, el cortito Orri, jugador de altura en calidad pero que nunca pudo salir de petiso, sacó una bol por elevación y el lungo Estropi levantó aquel brazo derecho que parecía un tronco de ocalito; abrió la manopla, que parecía una oreja de elefante; levantó el dedo, que parecía un lindo boñato con uñas, y tacando la globa la levantó un poquito y entró sin rozar el aro. Doble. Era en el tiempo en que el juego se reanudaba con salto en el medio de la cancha. Saltaron y…, en seguida el pito: ¡Argentina campeón! Al día siguiente, a eso de las tres de la tarde, en aquel Río de Janeiro un poco aldea, de hace tres décadas (entonces, 1965), empezó a circular un rumor, que, rodando y rodando, pasando de boca en boca, llegó hasta nosotros. Una radio había anunciado la caída de un avión en Colombia y la muerte de casi todos sus pasajeros. Uno de los muertos se suponía que era Carlos Gardel. Era cierto…
Y así como en París, en cualquier parte adonde fuera Gardel con la viola en bandolera y el zorzal en la jaulita de su corazón, en seguida se le aparecían los moscas a cantarle cada uno su milonga; la milonga de los días mishos con la buseca vacía. Y Carlitos, que conocía las variantes de aquellas melodías del hambre, algunas fayutas pero las más verdaderas, pelaba el cuero y diez por aquí veinte por allá se quedaba seco pero contento de poder ayudar a sus hermanos los orres que se habían quedado en la rúa…
Carlos Gardel se hallaba en Nueva York cumpliendo contrato con la National Broadcasting Corporation y compromisos de filmación con la Paramount. En un receso de esas dos actividades simultáneas, le propusieron a Carlitos hacer el bolo de la gira por Centroamérica. La Dirección de la NBC; los capos de la Paramount y Hugo Mariani, el músico uruguayo organizador de la orquesta de la National Broadcasting, por cuya iniciativa personal NBC contrató a Gardel para cantar por sus micrófonos, se opusieron muy firmemente a la turné de Gardel por los países centroamericanos. Hasta amenazaron cancelarle los contratos si la cumplía. Pero no hubo tutía ni amenazas; ni las más amistosas palabras de convencimiento ni los consejos de los buenos consejeros fueron suficientes para hacerlo desistir. Carlitos tenía que hacer la gira. Y tenía que hacerla porque en Nueva York estaba rodeado por veinte o treinta puntachos que vivían de su generosidad de reo de ley, de esos que nunca pasan la cuenta de sus gauchadas.
Y los gomanes que le aseguraba el yiro por las tierras hermanas que lo conocían de antiguo por el disco, por la pinta y por la fama, y lo esperaban ansiosas, le iba a permitir seguir ayudando bajo cuerda a los gomías que llevaba de laderos, y que andaban en la vía. Y fue.
Y todo fue fuego y luto. y El Zorzal apareció muerto en su jaulita. Los consejeros le decían que no fuera. Los empresarios le decían que no. Sus amigos, que no. Su corazón su enorme corazón, dijo que sí.
Carlos Gardel era así. La había sabido amarga cuando niño y triste cuando muchacho. La escuela casi se le había negado y no le quedó más aula que la calle y más maestra que la vida.
Su juventud, que transcurrió en el arrabal, donde el laburante que gana su pan y el malandra que morfa el pan ajeno andan en el mismo entrevero, supo de la bohemia que no pierde la alegría por más que coma salteado. Y supo también del desencanto de haber tenido uno que pasó por amigo y era un ortiva; y de la bronca de haber recibido juramento de amor de una mujer que después resultó una fulería. El juramento y la mina. Por eso, por el mucho saber de lo que es andar en la mala y andar contento, cuando echó buena Carlitos aplicó para su vida, para la norma de su vida, las amargas lecciones aprendidas y supo que no hay para un varón alegría más grande ni mayor triunfo que poder darle una mano al hermano que anda tirado, al camarada que quedó seco, a ese desconocido que manga un sope porque a lo mejor es cierto que tiene hambre…
Mil anécdotas cuentan cosas de aquel Gardel generoso y callado en la generosidad que siempre está pronto para la gauchada. Y aquí va una, para que sean mil y una, como fueron mil y una sus noches triunfales cantando tangos. Gardel adoraba Montevideo. Casi tanto como a su amada calle Corrientes. Montevideo le había dado el espaldarazo artístico cuando en 1915 debutó allá con Pepe Razzano en el teatro Royal, cerca del Bajo, y nunca antes el dúo de El Morocho y El Oriental había sabido de la apoteosis como lo supieron, como la sintieron, como la gozaron en aquellas noches del Royal. Muchos años después, cuando Pepe ya no cantaba, cuando El Morocho del Abasto estaba en la cumbre y las minas peau de France y las pibas de barrio y muchas pituconas suspiraban por él, una noche del año 1926 –Gardel estaba realizando una de sus gloriosas temporadas en el teatro 18 de Julio–, a la salida del teatro venía caminando por la calle 18 con unos amigos. La pintacha de siempre. Traje azul, samica de seda cruda, corbata negra de jersey, una perla en la corbata, botitas de charol y arriba de gamuza y… en la testa el gacho gris. Venía caminando, y en la esquina de 18 y Paraguay, parada obligatoria para entrar en el diálogo con el canilla.
-Che, pibe… ¿y cómo va el papel con letras?
El canilla se llamaba Antonio Casciani. Y Carlitos cayó justo porque Casciani era uno de aquellos vendedores de diarios, intelectuales, que entonces abundaban. Era en el tiempo en que éramos todos anarquistas. Y Antonio, el canilla, se animó a decirle una de esas noches a Gardel: “Carlito, tengo un tango, ¿por qué no me lo mira a ver si sirve?”.
-Mandámelo al hotel que te lo canto.
Y el tango del canilla en los labios, en la garganta y el corazón de Gardel fue un triunfo. Se llama Farabute. Y está en los discos y está en la antología del más grande cantor de tangos, del que hizo historia, de El Mago, El Morocho del Abasto, El Zorzal, el gran taita de la milonga y el chamuyo rantifuso, el Absoluto, el Unico.
Y esperá que te voy a colocar otro recuerdo. Y este sí que es lindo y absolutamente inédito, porque ya cuesta mucho inventar algo en tomo de la vida de Carlos Gardel. Pero esto no es invento, porque primer actor en el episodio fue mi socio Pata’e Catre, que tratándose de Gardel no se perdía una. Era en la segunda presidencia del Peludo. En el Brasil se había producido algún caso de fiebre amarilla y los barcos que venían de Europa, luego de tocar puertos brasileños, tenían que cumplir una cuarentena de seis días antes de ser autorizados a entrar en el puerto de Buenos Aires para el desembarco de pasajeros. Las medidas de control eran rigurosísimas, y un enorme equipo de médicos, enfermeros, guardias y policías establecía aquel control. Los grandes piróscafos que llegaban de Europa, luego de tocar el puerto de Santos, venían a media marcha, fondeaban en el puerto de Montevideo y allí esperaban el cumplimiento del plazo. Los vapores rápidos quedaban en la rada de Montevideo entre tres y cuatro días, y los pasajeros bajo control médico, esperando –muerte contra reloj– que crepara el mosquito portador de la fiebre, que si mal no recuerda el Pata, se llama Stygoimia fasciata. A bordo de uno de esos barcos sometidos a cuarentena venía Carlos Gardel de Europa. El barco era uno lujoso de bandera italiana, llamado Conte Verde, de la compañía Lloyd Sabaudo. Junto con Carlitos, y haciendo yunta de gomías (esto se parece al nombre del mosquito), viajaba un corredor de autos del tiempo de la gorra con la visera para atrás, conocido en el ambiente como el gordo Betinelli. Cuando Carlitos, ansioso de llegar a “mi Buenos Aires querido”, se enteró de que tenía que quedarse chanta tres yornos a bordo, con el barco parado en la rada de Montevideo, con la ciudad a la vista, con los amigos que no podían subir a bordo y con Buenos Aires allicito nomás, entró a desesperarse.
-Che, reo –le dijo al Pata–, ¿y con esto no se puede hacer un arranyamento?
-Y…, si se anima…, un derrepente se puede hacer algo…
-¿Que si me animo? –agregó Gardel–; capá que me tiro y me voy a nado…
Entonces el Pata –que la laburaba arriba de los barcos y por eso estaba allí– empezó a hacer un laburito en fino. El guarda, el que cuidaba la puerta, era uno de los nuestros. “Por Carlito, yo pierdo el empleo.” …Ese ya estaba. Después había que alejar a los ortivas que rondaban la puerta que daba a la escala real del barco. Todo arreglado. Un colaborador se encargaba de hacerles un convite en el bar de la Primera… Y quedaba un rabo por desollar. El que parecía más difícil. Cada barco en cuarentena tenía, al pie de la escala, un remolcador para servicio urgente. Lindos fachas aquellos muchachos del remolcador que se llamaba Emperor. El Pata bajó a hablar con el patrón de a bordo. Y con los tripulantes. “¡Es Gardel! –decían con emoción– Por Carlitos, ¡cualquier cosa! Todo quedó arreglado. A último momento se acopló a la aventura el Gordo Bettinelli. Como dos ladrones, a paso vivo se tiraron escalones abajo por la escala real del barco. Se escondieron en la camareta del remolcador. El Pata, como siempre, bajó tranquilo. El Emperor se despegó del Conte Verde y atracó a muros en el muelle de Montevideo. Campaneamos el horizonte. Y como no había moros, Carlos y el Gordo se prepararon para salir a tierra. Antes, Carlitos quiso arreglar a los muchachos del remolcador. Lo atajaron. Lo atajaron con esa nobleza de los trabajadores, lo mismo los de tierra que los de mar, para jugarse la parada por quien lo merece. Ellos corrieron riesgo de castigos severos por hacerle el gusto a quien tantas veces nos llenó de gusto el alma y de gozo el corazón. Ni un mango quisieron aceptar los laburantes del Emperor. Un apretón de manos de El Mago, la mejor paga para aquellos hombres rudos que lo admiraban.
Carlos Gardel y el Gordo Bettinelli se embarcaron esa noche en el Vapor de la Carrera y sorpresivamente llegaron a Buenos Aires al otro día. Nadie se explicaba cómo habían podido violar la severidad de la cuarentena. Ellos mantuvieron por un tiempo el secreto para no comprometer a la mafia del Pata’e Catre, que lo había hecho desembarcar con el arma infalible del soborno. Del soborno de la simpatía, con la que Carlos Gardel conquistaba a cuantos se acercaron a su vida. Lo que se deduce de este episodio es que el Gordo Bettinelli pudo ser el vehículo transmisor de la fiebre amarilla y apestar la ciudad. Todo por colarse en una faena de contrabando humano organizada para que El Morocho del Abasto pudiera llegar cuanto antes a “su Buenos Aires querido”, a pararse junto al buzón que entonces había en Corrientes y Esmeralda, con su gacho gris, con su pinta entradora, con su mirada de engrupe, estampa viva del hombre que allí “está solo y espera…”.