Gardel de película
En 2003 la Dirección General de Museos porteña editó “Para vos, Morocho”, una cuidada edición dedicada a Carlos Gardel con motivo de la inauguración de las obras llevadas a cabo para entronizar como museo la casa de la calle Jean Jaures 735. De los títulos que compendia la publicación reproducimos “Gardel de película” de María del Carmen Vieites, como homenaje a Gardel a 86 años de su trágica desaparición. Por María del Carmen Vieites
Durante la década del veinte, el desarrollo de la tecnología soluciona algunos de los problemas que dificultaban el sueño largamente acariciado de agregar sonido a las imágenes en movimiento. En 1927, cuando la Warner estrena «El Cantor De Jazz», con Al Jolson, se inicia un período de transición entre el cine mudo y el parlante. Al principio, con el sistema Vitaphone (discos sincronizados con la película), la exhibición no sufrió demasiadas alteraciones: bastaba con un equipo de lectura de sonido y el cambio de algunos accesorios; aunque, si la película se deterioraba, la falta de fotogramas alteraba de manera irreversible la correspondencia entre imagen y sonido.
Con la incorporación del sonido en una banda óptica en la misma película, estos inconvenientes dejan de producirse. Claro, surgieron otros: los exhibidores se vieron obligados a invertir sumas considerables para adecuar las salas, dado que se modificaron el formato del soporte y la velocidad de proyección. Adaptarse a la novedad técnica y amortizar los costos, implicó la necesidad imperiosa de acrecentar la cantidad de público. Pero las diferencias idiomáticas perjudicaban la comprensión, y el público, acostumbrado al lenguaje de las imágenes, que había alcanzado niveles de excelencia, no se adaptaba. Para solucionar estos inconvenientes se recurre al doblaje, realizándose dos, tres o más versiones de la banda de sonido de un film, a veces con los mismos protagonistas y, en ocasiones, con actores de otras lenguas para su distribución en otros mercados.
La posibilidad de trabajar en la meca del cine llevó a una considerable cantidad de figuras procedentes de países de habla hispana –como el mexicano José Mojica entre otros– a trasladarse a Hollywood y París buscando una oportunidad.
En esta coyuntura histórica, resulta inevitable que una figura como Carlos Gardel se interesara por este nuevo y fascinante medio, que le permitiría llegar a otros públicos. Ya en 1917 había intervenido brevemente, junto a Ilde Pirovano, en la adaptación de la novela de Hugo Wast «Flor de durazno», que dirigió Francisco Defilippis Novoa. Luego, de la mano de Eduardo Morera, rodó varios cortos musicales precedidos por una breve presentación producidos por Federico Valle. Esta experiencia sonora, una de las primeras realizadas en nuestro país con el sistema Movietone, puede considerarse –tal como lo señalara mucho después con humor el propio director– el primer antecedente del videoclip.
A pesar de las reservas del cronista, la película se convierte en un gran éxito de público tanto en España como en América Latina; en las salas se ven obligados a retroceder la película y volver a proyectar las canciones. Es famosa su interpretación de «Tomo y obligo», con Pedro Quartucci como partenaire; vista hoy en video, esta escena sigue exigiendo el replay. Al regresar a Buenos Aires, en agosto, un Gardel entusiasmado declara a La Razón que «tal vez muy pronto realicemos no menos de tres films más para la Paramount».
Al año siguiente, volvió a Francia y, como ya no podía contar con Romero y Bayón como autores, porque estaban de regreso en Buenos Aires, Gardel consultó a Edmundo Guibourg. Este le recomendó a un joven periodista y crítico teatral que estaba en París trabajando como traductor de subtítulos: Alfredo Le Pera. Ni el propio Guibourg podía tener conciencia exacta de las consecuencias de su gestión. La dupla Gardel y Le Pera se constituyó –más allá de la mitología gardeliana en una de las más ricas asociaciones del tango.
Así, entre octubre y noviembre de 1932 protagoniza «Espérame», dirigida por Louis J. Gasnier –un artesano con experiencia en Hollywood– en compañía de Goyita Herrero y Lolita Benavente. Inmediatamente, con argumento de Le Pera y también bajo la dirección de Gasnier, se filma el que sería –según algunos historiadores– el mejor film de Gardel: «Melodía de arrabal». La Paramount apostó por una pareja de lujo en aquel momento y contrató a la jovencísima Imperio Argentina, quien ya había protagonizado «Su noche de bodas», de Louis Mercanton, con diálogos de Florián Rey. El film cosechó un gran éxito de público. Trascartón, en diciembre, rueda un corto dirigido por Jaquelux: «La casa es seria», también con Imperio Argentina. Por estas películas percibió alrededor de 45 mil dólares, suma que nos da idea de las expectativas de recaudación de la Paramount y de lo que había producido «Luces de Buenos Aires» en términos económicos (en enero de 1933, Gardel era tapa de la revista publicitaria que la empresa editaba en castellano). Según el investigador inglés Simon Collier, por lo menos una de sus películas recaudó 400 mil dólares. La Prensa, en sus ediciones del 6 de abril de 1933 y del 6 de octubre del mismo año, insistía en sus reparos sobre las dos nuevas producciones «Quizás pueda ser intención del realizador y del mismo protagonista, pintar un ambiente de aproximado colorido argentino. Pero no ha pasado de intención, tantos son los anacronismos que malogran el deseo. Hay tipos que pretenden ser gauchos… y dicen olé!.» o «Su asunto, perteneciente a A. Le Pera, quiere ser el reflejo de nuestro medio. Confesemos que ‘Melodía de arrabal’ posee, sin duda, más dosis de nativismo que otros lamentables ensayos realizados en nuestros talleres… a Gardel se lo aprovecha poco como cancionista y mucho como actor. Error fundamental: el cantor triunfa, pero fracasa el actor que hay en él. Canta con verdadera expresión, con voz dulce y recia por igual el trozo de ‘lei motív’ de la cinta… Lucha en vano en todas las escenas contra el defecto que conspira gravemente en su actuación para la pantalla: su amaneramiento, su afectación exageradísima. La falta, evidente, de dominio escénico.»
A pesar de que, tal vez, el cronista peque por demasiado exigente, es cierto que Gardel como actor era menos que discreto; pero poseía presencia y simpatía y, cuando cantaba, lograba que el público olvidara los defectos. Es más, es probable que no reparara en sus dotes actorales porque, en realidad, veía en la pantalla a uno de los suyos triunfando ante los gringos, llevando a cabo el sueño colectivo de los argentinos –o quizá del porteño medio– de triunfar en París o en Nueva York para vivir como un dandy entre el jet set. Paradojas de la historia: de cómo un cantor de improbable filiación rioplatense, construye desde películas de producción norteamericana el imaginario que retomaría después el cine argentino en tantos productos protagonizados por figuras como Enrique Serrano y que extendería su influencia hasta bien entrados los años sesenta. Esto es: desde el viejo Armenonville hasta Mau Mau los porteños soñaron con noches de juerga y cabaret; sueño que a veces supieron sacrificar –en la ficción claro está– por la pureza de la noviecita que los esperaba en el barrio.
En 1933 firmó un nuevo contrato con la Paramount por la suma de 25 mil dólares y el 25 % de las ganancias para protagonizar dos películas. Esta vez sería en los estudios de Long Island, frente a la isla de Manhattan.
Así, rodó «Cuesta abajo» acompañado por Mona Maris, una actriz argentina que por ese entonces trabajaba en Hollywood. Más condescendiente dijo La Prensa (6–9–34): «Es indudablemente, la mejor película que se haya logrado hasta ahora por productoras extranjeras sobre aspectos porteños, en tipo y expresiones…» Luego llegarían «El tango en Broadway», compartiendo cartel con la española Trini Ramos y la guatemalteca Blanca Vischer. La Prensa (13/3/35) insiste: «…Nos hemos referido ya al comentar otras producciones, con la insistencia que merece el caso, a la escasa preocupación que se pone en compañías extranjeras cuando se aborda la realización de una película hispano parlante y ‘El tango en Broadway’ obliga a repetirlo…»
En octubre de 1934, John Reinhardt reemplaza a Gasnier, quien había tenido problemas con Le Pera –según cuenta Terig Tucci en su libro «Gardel en Nueva York»– y ruedan la emblemática «El día que me quieras», con Rosita Moreno y Tito Lusiardo y, como apunte curioso, en un breve papel Astor Piazzolla que –niño aún– vivía en Nueva York. Esta vez La Prensa (17/7/35) comentó: «Como es natural, la mayor atracción de la película reside en la presencia de Gardel con la acentuación que le da su triste fin, en el accidente que le costó su vida en pleno triunfo.» También filmó «Tango bar» y «Cazadores de estrellas (The big broadcast)», una revista musical.
Suavizado por el luto, el cronista de La Prensa (23/8/35) dijo: «…A pesar de algunas fallas ‘Tango bar’ es la mejor, la más completa producción que realizó Gardel para la pantalla».
Truncos quedarían, tanto el proyecto de un film junto a Carole Lombard y George Raft, como una producción de Manuel Romero, «El caballo del pueblo», que hubiera significado su reincorporación al cine argentino. Como en el cine también la función debe continuar, su rol fue cubierto por Juan Carlos Thorry.
El reencuentro de Gardel con el cine argentino no alcanzó a concretarse. Podríamos especular cuánto hubiera aportado al desarrollo de la producción nacional en ciernes, de haber podido filmar aquí. Sus películas, a pesar de los comentarios lapidarios del cronista citado, son –quizá por ser foráneas– muy argentinas. Paradoja ésta que es común a otros creadores que vivieron la Argentina desde afuera. Quizás este sino, el de la ausencia, el que marca ese no aprovechamiento del talento vernáculo, sea una constante más de las que conforman eso que llamamos Argentina.