¿Estará “de turno”?
En qué se han transformado las viejas farmacias y sus farmacéuticos. Rafael Vaccaro
El joven alto con máscara transparente pregunta: –¿Medicamentos o productos del salón? Los que llegan se dividen en dos colas pegadas a las paredes de vidrio. Unos, desde la puerta hacia la izquierda; otros, en sentido contrario. Todos, cuando sean llamados por el improvisado recepcionista, recibirán en sus manos la llovizna de alcohol que habilitará el acceso.
Dispuesto a comprar su remedio para la presión, se ubica al final de la fila correspondiente, a un metro y medio de una señora que luce un enorme barbijo floreado. Sale uno, entra uno. La espera no lo impacienta: él celebra estar en la calle durante una salida autorizada por los especialistas.
Adelante. Pase. Cruza la gran sala. Llega hasta el fondo y desde el mostrador lo recibe una chica de anteojos plateados. Al limitar el número de personas en los locales, los procedimientos generados por las restricciones dan como resultado que la atención sea mucho más rápida. Entrega la receta –que el médico le mando por mail y él imprimió en una hoja A 4–, la credencial y el documento de identidad. La muchacha va hacia los estantes, retira una cajita, vuelve, teclea en la computadora y pregunta: –¿Algo más? –No. Nada. Todo muy rápido. Ninguno de los dos sabe si el otro está sonriendo debajo del tapaboca. Ella mete el remedio en una bolsa de tela impermeable, la cierra con una suerte de candado plástico y procede a entregarla. –Muchas gracias, buenos días. –Gracias a usted.
Media vuelta sobre los propios talones. Ningún apuro. Hay que aprovechar esta mezcla de quirófano con supermercado para comprar algunos artículos “de tocador”, como se decía en los tiempos dorados. Pasillos infinitos y una incalculable variedad de productos (en cualquier momento agregan neumáticos y pescado fresco) invitan a pasear entre góndolas y cartelitos. Acariciado por fragancias similares a los de los shoppings “cerrados con melancolía”, recuerda el aroma de la farmacia de Agrelo y Castro, donde le aplicaban inolvidables –por lo dolorosas– “inyecciones de hígado”, oscuras y densas como petróleo, indicadas por el Dr. Pistani para fortalecer el crecimiento.
En aquel tiempo los cordones de la vereda y los troncos de los árboles se pintaban con cal para combatir la epidemia de poliomielitis. Protocolo sanitario que, brocha en mano, cumplieron los vecinos sin dudas ni cuestionamientos. Promediaba la década del ’50 y, como ahora, la lavandina debía inundar las superficies para evitar que se contagiaran los chicos, víctimas preferidas por la enfermedad.
No eran iguales los recursos de aquellas épocas. Sin embargo podían observarse diversos tipos de piezas publicitarias en las farmacias de la zona propia: Belgrano y Castro Barros, México y Quintino, Colombres e Independencia, Boedo y Agrelo. En cada una de ellas, antes de que fueran necesarias rejas de protección para atender al público, no faltaban posters, volantes y diferentes formas de publicitar productos. Aparece entonces el cráneo torturado de Geniol que desde el centro de una vidriera era capaz de quitar para siempre “cualquier dolor de cabeza”, viniese “del aire, del sol, del vino o de la cerveza”.
Del arcón evocativo brotan destellos imborrables: el óleo calcáreo y la barrita de azufre, el jarabe Benadryl y las pastillitas de oruzú, la crema de afeitar Palmolive, los peines Pantera y la hojita de Legión Extranjera; la untura blanca y el alcohol yodado, el aceite de almendras, la bolsa de goma para el agua caliente, la pera para la enema, la gomina Brancato y la brillantina Glostora, los “sellos” de pasta de harina cuyo contenido preparaba el mismo farmacéutico, el jabón Heno Pravia, el bálsamo Sloan, el aceite castor, y “entre pecho y espalda, Pastillas Valda”… Que cada uno siga con su propia lista.
Mientras sigue el viajecito, toma de los anaqueles un tubo de dentífrico, dos paquetes de galletitas y tres botellas de detergente al precio de dos. Se mete entonces en el andarivel que lleva a la caja. Avanza entre pilas de golosinas, pañuelitos descartables, preservativos, botellitas de desinfectante, pañuelitos de colores y maquinitas de afeitar. Apoya todo sobre el pequeño mostrador de vidrio, entrega la tarjeta de débito y el documento. El cajero pregunta: ¿Quiere bolsita? –Sí una. El Flaco recibe los productos, dos tiritas de papel con el detalle de la compra y diversos cupones de promoción. Sale.
Ya en la calle, ve las mesitas en las veredas y no resiste la tentación. Después de tanto tiempo, aunque no pueda apoyarse contra la ventana, no viene mal un cafecito…