En ello andamos
Despedir al invierno caminando por Madrid con los años y el buen humor a cuestas… Tomás Martínez
Estaba bien preparado para disfrutar mi diario paseo por el barrio. Era una mañana de fin de invierno, tibia y soleada, pintiparada para prescindir de bufanda, gorra de visera, guantes… y de ese puñetero bastón que me tenía frito. De buena gana hubiera dejado en casa los veinte años que me parecían sobrantes y las recomendaciones de mi mujer, que me aconsejaba prudencia y templanza siempre que tenía ocasión. ¡Ni que fuera un viejo!
Pián, pianito, avancé por la calle con aire pretendidamente marcial, eso sí, vigilando el estado de las baldosas para evitar los acostumbrados tropezones y caídas. El sol, el paso marchoso y el buen ánimo, siempre me piden acompañamiento musical y, como único recurso, tiré de pasodoble y me marqué, canturreando, “Chiclanera”, que de tanto en tanto se instala en mi memoria. Al rato, buscando el sol, cambié de acera y de música y, como pude, ataqué osadamente el “Himno a la Alegría”. El caso es ponerle música a la vida.
La primera parada fue, como siempre, ante el escaparate de mi ferretería favorita, hipnotizante con su contenido mágico de mil achiperres, de los que alguno, incluso, tiene funciones que sirven para algo. Normalmente quedaba pasmado ante tanto ingenio de andar por casa, pero en esta ocasión me llamó la atención el reflejo de la cristalera con la imagen pensativa de un señor mayor, con cara de pocos amigos. Me pareció, no sé porqué, que me alertaba de la conveniencia de ejercer la sabiduría práctica suficiente para mantener la serenidad en situaciones adversas, compensando la disminución de fortaleza física con el necesario coraje mental. Nada menos. Una luna de escaparate devolvía mi imagen real junto con algunas reflexiones que traía puestas. Todo un portento de la ferretería.
Mirar sin pensar demasiado es importante para vagar callejeando, dejando errar las ideas, recibiendo imágenes, sonidos y olores del entorno, influido por todo lo que nos envuelve.
La obligada segunda estación del paseo no podía ser otro lugar que la vidriera de una apetitosa pastelería, lugar con fuerza magnética para tentar a los golosos. Todo lo que allí se ve y se huele es un monumento a la gula, aunque mis pruebas analíticas, con su contumaz tendencia al exceso, aconsejan alejarme de cualquier tentación azucarada. Claro que mirar no contamina. O poco.
¡Qué pena! ¡Cuánta frustración! Pues no. Con el paso del tiempo he conseguido instalarme un lacónico dogma: Lo que no se puede, no se puede. Y punto.
Durante la tranquila caminata, mientras repaso con desorden algunas reflexiones y fisgo aquí y allá, canturreando entre dientes, no pierdo de vista las pizarras de los restaurantes y bares, que en las aceras exponen sus menús. Mirando sin mirar pero no dejando pasar ni una. Proclaman la República Independiente de la Cuchara, la libre elección entre Patatas riojanas, Lentejas estofadas, Macarrones con chorizo, Fabada asturiana, Paella valenciana, Cocido madrileño, Caldo gallego y demás del mismo talante. Gastronomía patriótica. Democracia de plato hondo.
Impregnado de filosofía epicúrea y estoica, con el apetito estimulado por la suculenta lectura callejera, es imperativo el regreso a casa, previa visita a la panadería de cada día. Vuelvo como un recién nacido, con un pan debajo del brazo. Como está mandado.
Aquí también estamos bien provistos de cucharas y el fin de la mañana nos pilla con ellas en la mano. Es justo y necesario. Con atmósfera ideal, un toque relajado y la compañía elegida, lo bueno sabe mejor y lo mejor, excelente. En ello andamos.