En el cielo de Quito y Yapeyú
Una acción simple. Guardamos un papel con valor emotivo: una carta, una anotación mínima, el primer dibujito hecho por la hija, en un cajón de madera que todavía pertenece a un mueble. Edgardo Lois
Momento simple en el que desconocemos que el susodicho cajón acaba de nacer como memoria, y que como tal procederá. Puede afirmarse con vera argumentación que el cajón está en condiciones de abandonar el mueble para compartir algunas de las imágenes que guarda, y que para ello, en cierto modo, puede, necesita, tomar vuelo, como hace –así juega– la memoria cuando siente la caricia urgente de una intención, sea a consciencia, o bien debida a una misteriosa, impensada, presencia nacida de un cruce azaroso de palabras en el cotidiano simple, por ejemplo, en un día más en el aislamiento repetido causado por una pandemia cualquiera.
Hablaba por teléfono con Adela, mi vieja, cuando la palabra abrió besana, y entonces se abrieron caminos nuevos. Dijo ella que a Marta Marchi le había gustado el video. El artefacto artístico cultural señalado se debía al arte, como locutor, de Claudio Fabián Hernández Ramos, un amigo que leía las primeras líneas de una crónica que escribí hace un tiempo, y en la que aparecía el nombre de algunas calles del barrio de Boedo. El video llegó a mi hermano Alejandro, y desde su celular afincado en Martín Coronado, provincia de Buenos Aires, viajó al de Marta Jaime, mi tía, mi madrina, hermana menor de Adela, que vive en tierras del temible Imperio del Norte, y desde allá lejos arribó al celular de Marta Marchi en provincia de Buenos Aires. Ella vio y escuchó cómo Claudio leía, y recordó, y luego comentó a mi vieja su emoción frente a los nombres de calles por las que caminó en la infancia y juventud.
Cuando Adela refirió el comentario agregó un dato propio: la casa de los padres de Marta Marchi estaba en Quintino Bocayuva. Instantáneamente pensé: ¿en Boedo?; pensé: yo estuve en esa casa; pensé: siempre vuelvo a lo visto e imaginado en esa casa; pensé: nunca supe su ubicación. Adela contó que el barrio era lindo, que la puerta de la casa estaba siempre abierta a la vereda, en una esquina, y que entraban muchos gatos. Dije que la recordaba. Ella confirmó: Vos eras chico. Arriesgué una cifra: 10 años. Y menos también, dijo Adela. Pensé: entonces estuve a finales de los 60.
¿Quién es Marta Marchi?, una amiga y compañera de estudios de Marta, mi tía. Allá lejos se hicieron amigas y como se ha visto siguen conectadas en la distancia.
Las palabras alumbraron un camino impensado. El azaroso descorche de la memoria había renovado la besana, y me llevaba a abismarme sobre una imagen eterna.
Pregunté a Adela: Quintino y qué. Me dije: voy hasta la esquina, debo volver al lugar. No me acuerdo, fue la respuesta. ¿Podrás averiguar? La tía Marta aseguró Quintino y Yapeyú. Aclaré que eran paralelas.
Así llegué hasta Marta Marchi. Hasta ella y su historia de había una vez.
Necesario es a esta altura anotar que, allá por el 69, cuando pibito, fui y estuve de visita en la casa de Marta, se fijó entre mis almas un detalle sobre el que fue inevitable preguntar. Recuerdo la luz del mediodía en el ambiente grande que daba a la esquina: el comedor. Mi interés de chico fue atrapado por el mundo que flotaba cerca de un techo. A altura considerable, eran tiempos de casas con techos lejanos, casi como cielos, colgaban los esqueletos de algunas máquinas voladoras, barriletes nunca vistos ni imaginados. Los sigo viendo. Hace más de 50 años que los veo suspensos en la memoria. Por eso los sigo modificando, interviniendo. Llegué, urgido ante tanta invitación al vuelo, a agrandar las alas a uno para que fuera más avión que barrilete. Conté mi recuerdo a Marta y ella agregó palabras.
Marta Marchi de regreso a la casa de la abuela paterna: Fany. Casa de infancia que tuvo dos claves en letras y números: Quito 3902 y Yapeyú 405: una esquina con todo el cielo. En la casa los papis de Marta: don Bruno Marchi y doña Isabel Valenti. Bruno siempre orbitado por sus hermanos: tío Aurelio y tío Héctor.
abló Marta de cajón volador, de cajones voladores, sí, de esos barriletes que yo había visto despojados de papel, cercanos al cielo de después de esta historia. Hubo un primer barrilete, y un primer vuelo de bautismo desde el techo de la esquina, y además se utilizaron los techos de una casa contigua, que también era propiedad de la abuela Fany.
Ocurrió en la Navidad de 1943. Frente a los ojos de niña de una Marta maravillada. Ella cuenta que en su casa siempre sucedían maravillas y fantasías. Una ensoñación alegre le gana la voz. Asegura la memoriosa que en algún cajón, entre más papeles, papelitos y fotos queridas, debe estar la foto que también dice de la Navidad del 43, cuando fue verdad el primer barrilete, cuando fue verdad –una marca en el cuaderno del tiempo– el primer vuelo.
Aquel primer barrilete tuvo forma rectangular. Un metro de ancho. Y dos metros de largo. El armazón estaba trabajado con varillas finas de madera. Sobre el lomo del artefacto celeste surgían, desde el centro del cuerpo, dos alas de unos cincuenta centímetros, y que se afinaban hacia los extremos. En el centro de la nave estaban dispuestas las ventanas por donde pasaba y se embolsaba el viento. A diferencia de los barriletes comunes, no llevaba cola de trapo. Y sí coincidía con otros ejemplares de su especie en la vestimenta: llevaba papel de barrilete sobre el armazón. Y aquí es donde se abre una puerta notable en este cielo y barrio de ayer. Podría decir que aquella fue una Navidad en colores. Porque los colores tentaron a los hermanos Marchi, y entonces quisieron acentuarlos.
Marta aclaró un detalle de importancia: El barrilete tenía los colores de San Lorenzo. Y hubo un piolín resistente para remontar el poderoso artilugio, y –aquí el acento Marchi– hubo además un cable como accesorio de vuelo. En el cable lamparitas rojas y azules llegaban y decoraban la máquina voladora. Entre 50 y 60 metros de piolín y cable. Una vez izado en el cuerpo del aire de la noche, uno de los hacedores –vaya uno a saber cuál– se encargó de enchufar y desenchufar –a buen ritmo– el cable para iluminar la presencia cuerva en el cielo del barrio.
El mágico navío estelar alborotó a algunos vecinos. Siempre da su presente el extraño que ante todo se asusta y no festeja, que no sabe o no puede, y entonces llama a la policía. La fuerza llegó a investigar los sucesos en la casa de los Marchi. La orden fue detener el arbolito azulgrana en el cielo.
Cuenta Marta: Mi papá era un genio, con los hermanos hacían barriletes de muchos tamaños y globos de papel grandes, ¡ay, esas calles de Quito y Yapeyú! Soy la única sobreviviente de esa casa. Me acuerdo de cómo prendían y apagaban las luces del barrilete, era espectacular, esas cosas que maravillan. Y yo era tan chiquita. Recuerdo también los globos grandes elevándose desde la terraza de la casa. Se remontaban los cajones en Navidad, y en otros días, íbamos a los costados de la General Paz, con más lugar debido al tamaño.
El cajón rectangular con los colores y luces cuervas se dibujó en el mueble del aire, y nació barrilete para mejor decir esta historia de barrio feliz. El cajón de la mesita de madera donde el escritor trabaja guarda sucedidos, como así lo hace la memoria. Ambos artefactos, artilugios, magias y máquinas para atesorar ciertos hechos, pueden hacerse al vuelo consciente o azaroso. Remontó el cajón. Remontó la memoria. Remontó la memoria de Marta hasta la Navidad del 43. Remontó mi memoria hasta aquella casa allá por el 69. El día que vi los armazones de la gesta y sueño colgando del techo. Remontar desde este presente con pandemia, en estos tiempos complicados. Desde este nuestro mundo de hoy volver a ciertos momentos. El arte de representar lo que ya no es, pero que sin embargo está, y sigue siendo mientras la memoria boceta imágenes de fantasmagorías de esta ciudad de Buenos Aires. Sucedió, sucede cerca del límite donde Almagro se hace Boedo, y Boedo se hace Almagro, una tierra de abrazos porque es de dos, podría poemar Rubén Derlis, tantos barrios, y tantas personas, sucedidos, y todos los tiempos que hicieron, que hacen el tiempo.
Edgardo Lois / Abril 2021 / Buenos Aires