El trencito
El regreso del trencito del Parque Avellaneda
La travesura infantil consistía en colarse; esperar tras alguno de los numerosos árboles del parque próximos a los rieles y treparse a los vagones finales, a escondidas de los “guardas” —de tan precario ferrocarril— que sólo resistían los primeros embates. Luego, invariablemente, hacían la vista gorda y nos permitían disfrutar del recorrido.
Desde 1936 el trencito del parque Avellaneda, heredado de su breve vida en el Zoológico, entregó su poema sobre rieles al regocijo infantil… y adulto. Porque —a qué negarlo— tras la excusa de los hijos y los nietos siempre nos habitó el dejà vu de la minilocomotora.
Los más remotos antecedentes del parque ubican un predio conocido como Chacra de los Remedios —desde el Riachuelo hasta el Maldonado, y desde la actual Escalada hasta Lacarra— usada como quinta de verano y huerta del colegio de la Hermandad de la Santa Caridad, dedicado a dar amparo a las viudas y huérfanas de las frecuentes pestes que asolaban a la ciudad a mediados del siglo XVIII.
Con el gobierno de Rivadavia la chacra es confiscada, con lo que, años después, Domingo Olivera iniciaría la larga dinastía familiar al frente del establecimiento agroganadero que fundaría en el lugar ya definitivamente denominado Chacra de los Remedios a raíz de la entronización de la virgen homónima hallada en el lugar como un retazo de su antigua pertenencia.
Tras duros avatares, que incluyeron desalojo momentáneo, la chacra sortea más de ochenta años de vida en donde se establece un molino harinero, un tambo modelo y crianza de ganados de estirpe, además de la construcción de dos mansiones: el casco central y otra de menores dimensiones —Villa Ambato, hoy sede de la Escuela Nº 8, D. E. XIII— y la siembra de especies arbóreas especialmente traídas desde Europa.
Hasta que el 7 de mayo de 1912, la Municipalidad de Buenos Aires, con el fin de convertirla en parque público, adquiere la parcela delimitada por las actuales Lacarra, Directorio, Moreto y Gregorio de Laferrere. El Parque Olivera se inaugura el 28 de marzo de 1914 y ya el 10 de noviembre del mismo año toma su nombre actual: Parque Presidente Nicolás Avellaneda.
Ya a partir de 1913 se establece el Antiguo Tambo como una de las variadas actividades productivas llevadas a cabo en terrenos municipales. Provee la copa de leche escolar y también ofrece, por centavos, leche con vainillas para las familias que visitan el paseo. En 1917 nace el Teatro Infantil. Decía de él Benito Carrasco: “el hecho de actuar al aire libre y su organización eminentemente democrática lo singularizan, y si a ello se agrega la circunstancia de que el teatro va donde están los niños, que los actores son también niños y que las escenas que se representan son propias para ellos, el teatro infantil lleva un sello de originalidad netamente argentino…”. A esta actividad infantil se agrega dos años más tarde la Colonia de Vacaciones para Niños Débiles. “Estos chicos pasarán el día en esos parques, jardines y quintas, descansarán, jugarán y cantarán, dedicarán una o dos horas a lecturas sanas, amables e instructivas, y sobre todo comerán, porque en sus casas pasan días enteros sin comer” —decía su mentor, el diputado Antonio Zaccagnini.
Alrededor del parque fue creciendo el barrio homónimo, básicamente con el aporte de inmigrantes europeos, quienes buscaban lotes económicos para construir sus propias viviendas. Este proceso fue acompañado por el trazado de avenidas, transitadas por tranvías y los primeros colectivos.
En 1925 se crea la primera pileta pública de la ciudad con turnos para niños, y varones y mujeres adultos. Concordante con la prioridad infantil, dos años más tarde se inaugura el Patio de Juegos Infantiles del que aún se conservan las canchas de rayuela y bolitas ante el persistente testimonio de su leyenda de la entrada “Motus est vita”. Y finalmente, en 1936, se incorpora el célebre trencito. (1)
Hoy la magia arrumbada del viejo “ferrocarrilito” vuelve para seguir desgastando los rieles y alimentando las fantasías que no tienen vencimiento a edad alguna.
Un par de “viejos usuarios” no soportaron la ausencia del trencito y pusieron sus saberes y voluntades –férreas– al servicio de la restauración. Héctor Bunevcevicy y Enrique Quatrini, que ya pasaron los 70 –cumpleaños– no conciben la jubilación sentados viendo pasar la vida. Y disfrutan de su viejo oficio ferroviario poniendo a punto al abandonado –nunca olvidado por sus pasajeros– trencito del parque que hace una década fue arrumbado por falta de presupuesto.
Las primeras dificultades surgieron con el casi centenario motor alemán de la locomotora cuyos repuestos fue necesario fabricar por inexistentes. Ahí apareció la mano técnica y sapiente de Alfredo Jurek quien, además de ingenio, tenía, indudablemente, alguna varita mágica escondida como corresponde a todo encantador de niños que se precie. (2)
Lo cierto es que, luego de las peripecias de la restauración que obligó, entre otros minuciosos trabajos, a reconstruir las ruedas artesanalmente, la estación Clemente Onelli –en honor al naturalista italiano que propulsó la instalación del trencito– ya tiene la piola de su campana lista para ser sacudida en cuanto caiga la señal de partida y los 1600 metros de riel restaurados vuelvan a cobijar las ilusiones de los chicos y la evocación de padres y abuelos que tendrán una buena excusa, depositada en los pequeños, para volver a un viejo amor infantil.
REFERENCIAS
- El presente trabajo fue realizado con datos del cuaderno educativo “Parque Avellaneda, rieles de patrimonio” publicado por la Comisión para la Preservación del Patrimonio Histórico Cultural de la Ciudad de Bs. As., Bs. As., 2009. La foto antigua de cabecera (trencito histórico, 1936), pertenece a la colección de Alicia Fantoni.
- Datos sobre los restauradores: http://www.girabsas.com/