El tranvía y la lechuza
En tiempos en que los maestros vuelven a ser “la cuerda de la cinchada educativa”, Ana recuerda la lejana y cándida aventura de su primera experiencia con el guardapolvo blanco de maestra rural.
Memorias de mi primera experiencia de trabajo. Ana Bellocchio
A los 18 años estaba pronta para desempeñar mi primer trabajo como Maestra Normal Nacional según decía el título obtenido, que estaba aún sin estrenar.
Para tener mayor oportunidad de lograr una plaza, me inscribí en un registro para ejercer en cualquier zona del distrito de Moreno. En el mes de agosto de 1965 me ofrecieron una suplencia por dos meses en un puesto de maestra en una escuela rural. Acepté con alegría y sin dudarlo.
La escuela estaba ubicada en una zona llamada Cuartel V. Dicho así en números romanos, me sonaba una denominación antigua y remota. Y ya lo creo que era remota. A esa zona de Moreno, en el año 1965 se accedía con dificultad.
Para ir a Cuartel V, había que andar por una ruta asfaltada que iba casi a ninguna parte. Las pocas personas que iban a ese sitio, o tenían un vehículo propio o tomaban un colectivo que partía desde el centro de Moreno. El transporte colectivo hacía ese recorrido seis veces por día. Tres de ida, tres de vuelta.
Cuartel V tenía una población escasa y dispersa, ya que era zona de parcelas dedicadas al cultivo de cereales, o al establecimiento de pequeños tambos, que vendían la leche que producían a una empresa importante de la zona. A veces veía acomodados al costado de la ruta los tarros de leche grandes, plateados y lustrosos esperando al carro o camión encargado de llevarlos a “La Serenísima”.
También era zona de hornos de ladrillos. El ladrillo, un elemento esencial presente en nuestra cultura y en nuestra vida. Sinónimo de cobijo, seguridad, casa. Se hace con tierra y trabajo. Como la materia prima es la tierra y la madera que alimenta el horno para cocinarla, cuando se consumía la leña y se empobrecía la tierra se trasladaba toda la estructura, humana y material a otro sitio. Una población nómade y con poca estabilidad.
Estaba mi escuela al lado de un horno de ladrillos. Dado que era un asentamiento provisorio, ni las casas ni la “escuela” tenían un carácter fijo, no había basamentos sólidos sobre los que instalarse para crecer y hacerse fuertes. Curiosamente algo que simboliza la seguridad y el cimiento seguro como lo construido con ladrillo, se fabricaba junto a la inseguridad y la movilidad de los que lo producían. Una población nómade.
También fui una maestra nómade junto a esas familias y sus hijos.
La escuela era un tranvía viejo instalado al cobijo de un árbol de eucalipto gigantesco. Estaba situada estratégicamente cerca del pequeño caserío que formaban las precarias casas de las familias que trabajaban en los hornos. Era helada en invierno y calurosa en verano. Tenía algunas ventanillas de cristal rotas. Para acceder al interior del tranvía, había que subir dos escalones de hierro. Como en el tranvía, ¡claro! La higiene, una asignatura inexistente: no había baño ni agua para lavarse.
En el sitio donde alguna vez había estado el conductor del tranvía, una pequeña mesa y una silla, estaban dispuestas como el “escritorio de la maestra”. En lugar de los asientos de los pasajeros, se habían colocado pupitres antiguos de madera y sillas para los chicos y chicas.
En total había dieciséis alumnos inscriptos, de los cuales concurrían alrededor de doce. Aprendían todos juntos. Chicos, medianos y grandes… Las edades iban desde los seis hasta los trece años. Algunos eran de la misma familia, lo que a veces complicaba la relación. Debo decir que en general estábamos muy a gusto y habíamos establecido una buena comunicación.
Una mañana, uno de los chicos, cuyo nombre no recuerdo, pero sí su carita simpática y alegre, me preguntó si me gustaban los pajaritos, a lo que respondí que sí me gustaban. Al día siguiente, a los pocos minutos de entrar y comenzar la clase, en medio de un silencio inusual, ese mismo chico, me llamó desde el fondo del “aula”. Me acerqué y me mostró una caja. Me pidió que la sujetara y despacito la abrió por debajo. Dos patas emplumadas, con unas garras nerviosas se me engancharon en el brazo. Entre las risas de los chicos y mis nervios, procedió a retirar la caja por completo, y apareció un pichón de “lechuzón de campo”. Hermoso, con plumas grises matizadas en blanco y algún tono azulado casi negro en los bordes de la cara, marcando sus ojos penetrantes. “¡Se lo regalo, Seño!”.
Me lo llevé a casa. Mi padre lo recibió con una alegría enorme. De inmediato fue adoptado. Le pusimos Simón de nombre. Comía trocitos de carne que le dábamos con la mano. Se acercaba a comer posándose en un árbol de naranjo que estaba cerca de la puerta de la cocina. A medida que fue creciendo, se iba atreviendo a volar hacia los árboles más altos y alejados de la casa. Un día apareció muerto de un balazo. Nos enteramos más tarde que un vecino consideró que las lechuzas son pájaros de mal agüero. Que atraen a la muerte. Y con un rifle le puso remedio. Nosotros lloramos la muerte de Simón.