El ruido que esconde la falta de nueces
Todo suena distinto en la ciudad. Hay más sonidos. Más ecos. Más estilos. La música de fondo tiene más notas.
Tito Vaccaro
Se cruzan voces y acentos, exóticas cadencias y curiosos modismos. Un murmullo heterogéneo incorpora nuevas armonías a la atmósfera urbana. Ayer nomás hablar con una papa en la boca caracterizaba a quien vivía en barrio norte, el “que ashé, pibe”, era propio de nuestros barrios reos, los tanos decían “cucui” en lugar de Jujuy, los cordobeses tenían cantito y los uruguayos decían “tu tenés”. Hoy esos detalles se diluyen en un mar polifónico que modificándose a cada paso se extiende sin límites.
Un estudiante colombiano añora las altas temperaturas, la camarera de Ecuador recuerda su Guayaquil, y en el restaurante peruano comemos cebiche. La señora boliviana atiende su puesto en el súper chino, vamos a Belgrano a comprar algas nori, un joven panameño nos trae sushi en una motito y bailamos salsa en San Telmo. Los coreanos nos reciben en el bajo Flores, una pareja de japoneses gana el mundial de tango y frente al obelisco compramos relojes a muchachos de Senegal. Buenos Aires es un atlas viviente de Latinoamérica, con delegados de Santo Domingo, Cuba, Puerto Rico, Venezuela y cada rincón de la patria grande. Y llegan turistas de todas partes para enriquecer el catálogo idiomático.
El gran coro global interpreta nuevas melodías. Y anónimos autores modifican las letras del repertorio.
Las “herramientas” eran para trabajar; ahora son para facilitar el uso de internet. Las “aplicaciones” eran adornos para un jean o una blusa; ahora son “programas” informáticos. Y un programa –palabra que remite directamente a la computación– era el volante que recibíamos en el cine o un vínculo amoroso con poco futuro. Ahora, para entender al semejante hay que adecuarse a imprevisibles piruetas del lenguaje, renunciar a las protectoras expresiones conocidas y abandonar sin culpas la antigua zona de confort.
Ya nada quiere decir lo mismo que antes. Se suman curiosos vocablos y se generan flamantes trivialidades, que, repetidas hasta el cansancio, además de evidenciar pobreza conceptual, sirven para disfrazar engaños u ocultar propósitos oscuros.
En lugar de mentira se habla de posverdad; se dice buen look en reemplazo de elegancia; segunda lectura para sugerir otra interpretación; y hay que linkear cuando un tema se desvía hacia un asunto conexo. Se llama cambio al retorno a fracasos del pasado, clase pasiva a quienes deben justificar añejas viudeces, y adulto mayor al que teme ver postergada su meta jubilatoria.
Y entre globos y serpentinas, al compás del estridente paso de la banda, vemos marchar a los astutos bailarines del corso a contramano.
Somos oyentes –voluntarios o no– de gritos y susurros capaces de sumergirnos en una espantosa confusión. Sin embargo, el sometimiento no es inevitable: acostumbrados a recibir tal abundancia de mensajes, confiamos aún en nuestra aptitud para diferenciar un blues de un vals vienés.
Los espectadores, agotados por el mucho ruido y hartos por las pocas nueces, no aplauden, sino que vuelven a sentirse abrumados ante la necesidad de elegir. Analizan, escuchan, preguntan, dialogan. Pero los argumentos expuestos por los adalides son tan irreales, tan vacuos, tan marketineros, que las propuestas quedan sepultadas bajo la fantasiosa obra de los community manager y la prédica de falaces artesanos de la comunicación. A la música de fondo se incorporan pactos y denuncias, promesas destinadas al desengaño, estribillos desgastados y slogans pueriles. Unos tras otros se multiplican los intentos de alfombrar el camino dirigido a las mesas que, siempre en domingo, serán instaladas en clubes de barrio y patios escolares.
Demasiados ruidos. Demasiadas voces. Demasiadas palabras. Que alteran. Que desorientan. Que duelen.
Sin embargo, más allá –o más acá– del aturdimiento, cada uno intuye quién puede representarlo mejor, quién lo respeta, quién los posterga.
Ojalá que a la hora de decidir, el desmesurado bullicio no supere a la sensatez. Que no queden a un costado la solidaridad ni aquello del bien común. Que la enmarañada música de fondo no enturbie la mente. Ni el corazón, ese consultor que no traiciona.
Ojalá.
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