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El rito de la sala oscura

En Boedo, a mediados del siglo pasado los cines se apiñaban en las proximidades del centro barrial. Mario Bellocchio

La vieja rutina de los sábados –veinte años vigente– se renueva semanalmente en la vereda vecina al Margot, llevando de mochila, en la espalda, el majestuoso frente del Cine Cuyo. Hoy ya, desde hace añares, ni es cine, ni es Cuyo. Un pastor predica el credo que el diezmo sustenta, desde el escenario de la inmensa sala. Altri tempi los estrenos simultáneos con el centro atraían multitudes que venían hasta de los barrios vecinos en tranvía, sin necesidad de que colectivos gratuitos las depositaran en la puerta como en la evangélica actualidad.

Una vecina se arrima a retirar sus recuerdos impresos en el Desde Boedo mensual y descarga su añoso reclamo:

– ¡Y! ¿Qué pasó con el proyecto de que vuelva a ser cine?, señalándome al Cuyo, a mis espaldas. Le recuerdo que el intento se diluyó en las entrañas burocráticas del INCAA que tenía que lograr la expropiación para instalar algo así como un Gaumont barrial.

–¡Qué lástima! ¡Qué lindo hubiera sido volver a tener una sala de cine de las tantas que había en Boedo! ¿Ya es definitivo eso?

–Qué quiere que le diga, para mí, ya no tiene “remedio”…

–¡Eso es buen humor en estos tiempos, hablarle de remedios a una jubilada!

–Me saluda sonriendo, guarda el Desde Boedo en el changuito y se retira resignada…

“En los años veinte, con el auge de las ciudades y la ampliación del espacio urbano debido al crecimiento de la actividad industrial, algunas salas de cine se constituyeron en ámbitos de integración social de la clase trabajadora, particularmente obreros industriales y del sector terciario.” (“Cine argentino, un continuo regreso de los exilios”. María Virginia Ameztoy en “Políticas y espacios culturales de la Argentina”. Compilación de Ana Wortman, 1997. Editado por la Oficina de publicaciones del CBC, Sociología (UBA).

Cine “Los Andes”, Boedo777, década de 1930

A mediados del siglo pasado, Boedo era un barrio culturalmente bullente a partir de la siembra del Grupo Boedo, la Peña Pacha Camac y la editorial Claridad. Y los cines habían tomado nota y se apiñaban en las proximidades del centro barrial. Hijos de los primeros intentos de “El Capuchino” surgirían las salas boedenses como el “Cine-teatro Boedo” (Boedo 949, 900 butacas)) que completaba sus primeros dos años de existencia (1916-18) a pura proyección, carente de concreciones teatrales. El “Los Andes”, de Boedo 777 (1036 butacas), con las especiales características de su sala de techo corredizo. El “Alegría”, en Boedo 875, luego “Select Boedo” (500 localidades), con su subsistente mascarón de payaso como corona edilicia (¿Frank Brown, Pepino el 88?). La particular historia del “Cine Mitre” (Boedo 937, 557 localidades), luego un “Moderno” que nadie conocía por su modernidad sino por su fama –mala– con el mote de “La Piojera”, sólo habitado por mujeres…, en la pantalla, donde, ni así, quedaban a salvo de un huevo arrojado desde la platea o el impacto de un tomatazo.

Varios cines de la periferia del barrio también tuvieron su protagonismo en aquel tiempo de la sala oscura: el “Odeón II” en avenida La Plata 1782, contiguo al Viejo Gasómetro; el enorme “Antártida”, en Av. La Plata 1961, cuya estructura frontal subsiste en manos de una concesionaria automotriz, el “Cóndor”, en su primitiva ubicación de avenida La Plata 754; el “Follies Boedo”, en Boedo 1941; el “Bristol Palace” de los hermanos Verri, en Independencia 3618; el “Del Plata”, en avenida La Plata y Carlos Calvo; el “Gran San Juan”, de San Juan 3246…

¡Maní con chocolate…,  helaaaados!

Cine “Nilo” en 1929

Allá por febrero de 1929 el constructor Vicente Rossi toma un par de fotografías del recién inaugurado “Cine Nilo” (Boedo 1063, 977 localidades). Los carteles anuncian a Hobart Bosworth en “Corazones de roble”. La sala luce su espectacular estructura. El escenario, sus palcos, el telón tromp d’oeil haciéndonos creer sus pliegues y cordones y la coronación del grupo escultórico, a la postre, único sobreviviente de una depredación inútil que hoy flota sobre los electrodomésticos de Hiper-Rodó, lejos del acto inaugural de la Peña Pacha Camac (1932) celebrado en ese ámbito ante la carencia de espacio de la terraza del café Biarritz.

Cine “Cuyo”, década de 1950

Faltaría el último hito de esta historia: un espacio incorporado como sala que fue/es el de mayor dimensión (1500 localidades). En noviembre de 1945 el “Gran Cine Cuyo” ilumina su pantalla por primera vez y va a constituirse en el representante de “estrenos simultáneos con el centro” hasta los últimos peldaños de su vida como sala de proyección. En mayo de 1992 “Una rubia caída del cielo” y “Malas compañías” cierran la última cartelera de su sala que continúa habilitada como templo evangélico a cargo del pastor Cabrera.

 

 

Imponente platea y pullman del cine Cuyo

“Hubo una vez, hace muchas décadas atrás, en que ver una película era un ritual casi sagrado. Se hacía en unos templos enormes, unas salas de cine individuales ubicadas en las zonas céntricas de la ciudad o en sus barrios más emblemáticos. La imponencia clásica de esos sitios obligaba a un silencio místico contemplativo, sólo interrumpido –ya en esos momentos para siempre– por los gritos de emoción o miedo, por el llanto o por las risas incontrolables según la situación que se vivía en la pantalla grande. Eran teatros destinados al cine que no dependían de una gran cadena de exhibición, ni de un centro comercial para sostenerse. Se erigían por sí mismos, por el fervor cinéfilo de sus asistentes, por la magia implícita de la luz que se convierte en imágenes en movimiento al chocar con una pantalla blanca o una pared. Era un asunto de pasión.” (“Mis ruinas favoritas” de Juan Carlos González A.: Retratos fantasma, de Kleber Mendonça Filho)*.

Es que el misterio y la ceremonia de la proyección en la sala oscura parece ser que sólo puede ser revivido como recuerdo de un tiempo sin retorno cuando la concurrencia al cine en sí era un acontecimiento social único, sin competencia. Aquella magia de la penumbra enaltecía los contenidos y, no pocas veces, era cómplice de franelas de última fila perseguidas por acomodadores “macartistas” y envidiosos viejitos mojigatos. La tele le dio el primer mordisco. Más tarde las casseteras y los video clubes, perfeccionados por el DVD. Y el golpe de gracia de las pantallas, los home theaters y los menúes Netflix, que sólo dejan una hendija para espiar añoranzas.

Hoy sólo sobreviven las pochocleras salas de algún shopping, rodeadas de patios de comida que parecen haber cobrado el protagismo que otrora ostentaban Pippo, Bachín o la pizzería del “rioba” como lugares de encuentro post-función a la hora del chusmerío crítico de la película.

Todo es una expectativa inútil comenzando porque las funciones de esas salas innominadas y numeradas, para completar su descafeinado, en una abrumadora mayoría sólo proyectan espectáculo filmado efectista donde la luz, el encuadre y el talento actoral en uso de licencia se ausentaron de la pantalla. Y segundo, porque los chicos, apenas vomitados por las salas –y aún antes– ya volvieron a chatear cooptados por la cinta aisladora de su celu.

 “Ir a cine dejó de ser un rito, se convirtió en un plan donde muchas veces la película que va a verse es lo de menos. Hay personas que entran al largometraje que esté por empezar, sin importar cuál es.  Si la película está doblada al español tampoco importa, es más: ya prefieren verla así y no en su idioma original, como si la voz y el acento de un intérprete no fuera parte de la actuación. No es posible un peor escenario”. (“Mis ruinas favoritas” de Juan Carlos González A.: Retratos fantasma, de Kleber Mendonça Filho).

Mis recuerdos infantiles del cine comienzan en las proyecciones del cine Asamblea los martes, día de damas. La enorme sala quedaba a cuatro cuadras de mi casa y mi abuela María me llevó a ver una película argentina, “Tierra del Fuego”. Era la primera vez que iba a un cine de ese tamaño y aguardaba con ansiedad y temor el apagón de luces y el comienzo de la proyección. Recuerdo vivamente el fuerte perfume de alguna vecina de butaca que, en mi ingenuidad, se lo atribuía a la protagonista, Sabina Olmos. (La querida Sabina se reía cuando le conté la anécdota personalmente, veinte años después, en Teleonce).

Llegaron las diabluras infanto-adolescentes que el Parque Chacabuco y el cine Asamblea se encargaban de cobijar. La aún infantil barra de Tejedor requería permiso parental y se juntaba en la sala oscura para el desembarco barrial de los “Cinco grandes del buen humor”.

Así también se acopló a nuestras vidas Ingmar Bergman a inquietarnos con los amores de los cortos veranos suecos que despertaban sensaciones de todo tipo en torno a nuestra ardiente iniciación, mientras incorporábamos, casi inconscientemente, la talentosa luz del gran maestro sueco.

Algunos descubríamos a la Nouvelle Vague –la nueva ola francesa–, en el Arte, el Lorraine, el Losuar, el Lorca o el Lorange. Y años después el Cosmos nos revelaría que detrás de la cortina soviética Nikita Mihalkov sacaba chapa de heredero de Eisenstein.

Allá por 1953 se iba a producir de la mano de las necesidades de competencia de Hollywood con el avasallante cine europeo, una revolucionaria innovación técnica: el cinemascope. Y mis tíos Corina y Guillermo  me invitaron al estreno de “El manto sagrado” en el Broadway. Comenzaba la era de las superproducciones bíblicas, los nuevos encuadres de las pantallas anchas filmadas y proyectadas por lentes anamórficos que comprimían en la filmación y normalizaban en la proyección el ancho original.

Y las espectaculares 4 bandas de sonido magnético estereofónico. Cuando volví a ver, de adulto, el film, me sobresalté nuevamente con el rayo que parte un árbol y se escucha en los parlantes posteriores, pero ya no tenía la complicidad y magnificencia de la sala del Broadway.

El efectista paso tecnológico de Hollywood, precedería al Cinerama y todas las innovaciones taquilleras de las superproducciones donde el negocio yanqui de la pantalla grande se impuso, por sobre su propio talento inclusive.

  • La paciente tierra labrada de la tecnología se fue comiendo al duro acero del arado del cine.
  • Hoy, inclusive para ver una remake de “El Ciudadano”, tenemos que pasar por las distracciones de la cotidianeidad hogareña a través de Netflix. O Qubit. O…
  • O bancarnos a los pochocleros y sus ruidos molestos…
  • ¡Señores espectadores, se ruega apagar los celulares para evitar molestas interferencias en el espectáculo..!

 

(*). Gracias Edgardo Lois por el material inspirador

 

 

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