El poeta de la violencia
Severino Di Giovanni, el poeta de la violencia. Cuando el jefe del pelotón dio la voz de ¡Fuego!, él gritó ¡Viva la anarquía!
Juan Alberto Núñez
Cuando todavía no habían asomado las primeras luces del nuevo día, aquel 1º de febrero del año 31, el día de San Severo, según acotaría un cronista de la época, una de esas madrugadas ventosas que parecen empeñadas en desmentir el verano, inestables, que ensombrecía el ánimo de cualquiera, con un cielo encapotado, pese a lo cual los “canillas” se trepaban al “tranguay” ofreciendo sus diarios con la “noticia” del día, un numeroso grupo de personas, señoras de doble apellido, con sus mitones y el cuello de piel de sus tapados cubriéndoles del frío las orejas, militares, funcionarios, partidarios del general Uriburu, junto a los copetudos acompañantes de las elegantes damas, con sus abrigos de corte inglés y su elegante chistera, nerviosos como caballos de cochería, iban y venían, envueltos en sus bufandas, por ese patio enorme de la Penitenciaría Nacional. No era para ellos un día más. Los diarios habían seguido el caso durante la semana. Por la ciudad toda, una corriente inquietante había mantenido en vilo al pobrerío. Las luces de los barrios bajos habían tardado en apagarse, pese a que el kerosene había aumentado de precio. Algunas ventanas persistían iluminadas por los alrededores del penal. También el periodismo se había dado cita en aquel patio enorme, y a hombres duchos, acostumbrados a enfrentar situaciones difíciles, sin que se les erizara un pelo, aquel día, sin embargo, algo por dentro los estremecía. A tal punto que les costaba decirse, entre ellos, una palabra. Tenían que esperar. Fumaban, con la vista perdida, o tratando de “pescar” algún ruido en los pabellones. Un silencio pesado, opresivo, de esos que hasta dificultan caminar, envolvía a ese grupo de seres que, mal dormidos, por exigencias del oficio, por una morbosa curiosidad la mayoría de los “personajes” que las autoridades habían invitado, esperaban ver aparecer por uno de los pasillos a quien sería el protagonista de esa madrugada trágica, y ocuparía, al otro día, la primera página de los diarios. Un hombre iba a ser ajusticiado. Por primera vez, quizá por única vez –salvo los periodistas–, los linajudos de la gran ciudad habían dejado de lado sus preocupaciones mercantilistas; no pensaban en decretos ni leyes, ni siquiera les preocupaba la cantidad de cabezas vacunas, ni la papelería que exigiría la exportación de granos o de carne congelada; ese día se habían reunido allí para presenciar el singular espectáculo de cómo se mataba un hombre por mandato de la justicia humana. La muerte ha tenido siempre ese cruel atractivo, sobre todo para quienes matan sin ensuciarse las manos.
Cuando por una de las puertas apareció aquel hombrecito de rostro cadavérico, con el banquillo, los presentes se arremolinaron y terminaron por congregarse curiosos frente al sitio donde, supuestamente, se realizaría la ejecución. Para no pocos, gracias a influencias políticas, era un privilegio el que se los hubiese invitado. Sería el tema de la jactancia del día siguiente: “Yo estuve allí”. Seguramente en sus mentes ya estaba la imagen del monstruo que iban a ver aparecer. Una bestia con los ojos inyectados de odio por la sociedad. Se sabía que había rechazado el auxilio sacerdotal. ¡Ateo, además! Otros, en cambio, esperaban ver asomar de los fríos corredores, a un hombre quebrado, llevado casi a la rastra por los carceleros y clamando clemencia. En cambio, lo que pudieron observar, fue a un hombre caminando hacia el banquillo; incluso se lo notaba sereno. Su mujer, su compañera, alcanzó a decirle cuando pasó, engrillado, entre los guardianes, rumbo a uno de los paredones del presidio: “No te olvidés que sos mi hombre”. No se lo dijo a él, sino a todos los presentes. Era, quizás, un acto de dignidad que ella necesitaba darse, como mujer, frente a las “cogotudas” que iban a presenciar la muerte de su compañero; él sonrió, quizá porque no hacía falta que se lo recordaran. El que caminaba hacia su muerte era el mismo que le había hecho llegar, día tras día, sus poemas; un hombre cargado de futuro, de sueños, de esperanzas, que había peleado contra la injusticia, tanto como contra ese humanismo hipócrita de quienes lo acusaban de ser un criminal, y que ahora estaban ahí, para verlo morir.
Durante los últimos meses lo habían obligado a vivir como un animal acorralado, y se fabricó la imagen de un sujeto sediento de sangre. La prensa se había encargado de hacer pública esa imagen. Finalmente habían conseguido darle caza en Morón, donde tenía una pequeña imprenta. En ella había impreso sus “libelos” contra el golpe fascista, los negociados, y la sociedad prostituida: también sus poemas de amor. Cuando en aquel amanecer el oficial intentó vendarle los ojos, él se negó. Cuando el jefe del pelotón dio la voz de ¡Fuego!, él gritó ¡Viva la anarquía!
Un rumor sordo fue tomando cuerpo desde los pabellones del presidio; los reclusos sumaban su voz de protesta al grito de ¡asesinos! ¡asesinos!.
Al día siguiente, en el diario “El Mundo”, en uno de sus “Aguafuertes”, Roberto Arlt describía el asesinato de Severino Di Giovanni.