El libro de Diego
Como un póstumo modo de regreso a la mesa de publicaciones de Boedo, Diego Ruiz vuelve en un libro con sus crónicas.
Al pie de sus “callejeos”, como homenaje, digo que…, no sé si estas palabras le faltan –o le sobran– a lo que acaban de leer. Quizá ni una cosa ni la otra porque lo que intento bocetar es un acotado retrato de quien escribió las crónicas publicadas en este libro, Diego Ruiz, el cronista callejero, como él mismo gustaba llamarse, apelativo acuñado en el amarretismo de la modestia con que definía su trabajo.
Un buen día de comienzos de este siglo, huyendo de los almidones estructurados de una junta de estudios históricos, observamos que el nombre Boedo era, en el conocimiento popular, poco más que una referencia zonal de la tribuna de San Lorenzo, y Loria la medianera del barrio que nos separa de San Cristóbal. Pocos, casi nadie, sabían de la existencia de Mariano Boedo o del otro Mariano, Sánchez de Loria, compañero de Boedo en el Congreso de Tucumán. La reflexión tuvo un hijo natural que se hizo sana costumbre en las páginas del periódico Desde Boedo: Callejeando historia.
Así, callejeando, nació de su espíritu creativo el modo de desacralizar la historia sin perder rigor ni abandonar la precisión de la fuente cierta. La imagen del observador recorriendo las calles que le sirven de disparador del relato de orígenes, resultó un imán acopiador de interés sobre los sucesos que el tiempo nos legó. La narración, aparentemente un cuentito anecdótico, abandonó prontamente su disfraz de trivialidad para calzarse el ropaje de sus narraciones y su jerarquía emparentada con un pasado cierto y comprobable.
“La enumeración de datos inútiles” como él mismo calificaba a sus precisiones relativas al almanaque o a la geografía barrial, demostraba de inmediato su utilidad para el cotejo de contemporaneidades y el traslado de la vivencia al lector.
Así, por caso, Manzi dejaba de ser “de Boedo” para incorporarse a nuestra historia barrial. La paradoja Diego la describía dibujando al Homero santiagueño, criado en Pompeya, con juvenilia en San Cristóbal, incorporado a la leyenda boedense por su célebre Sur donde “Boedo era algo así como un paso pesado que diera Puente Alsina para llegar al centro”. Ese Homero quizá jamás pisó el “Nippon-Canadian” de San Juan y Boedo para escribir los versos de Sur como le adjudican, conveniencia turística mediante, y sí el boliche de San Juan y Loria que frecuentaba en aquel tiempo.
Las obsesiones desmitificadoras formaron parte primordial de la tarea que pronto desbordó el barrio para callejear la Ciudad, sus habitantes y sus costumbres. Diego las vivía con la convicción de que no se trataba de hacer trizas la ilusión del mito sino la construcción de atesorables relatos que permitieran edificar leyendas sobre bases sólidas exentas de toda falsa o errada conveniencia.
Pero Diego no era sólo el cronista de historia de un periódico barrial. Su licenciatura en museología que lo llevó a estar al frente de la biblioteca del Museo Histórico Nacional es anterior a aquella actividad que nos unió por tanto tiempo. Y la acumulación de cursos, jornadas y congresos, tanto en su capacitación como, posteriormente, en la docencia, integra un listado cuya magnitud excede la prolongación de estas líneas.
Dotado de una memoria admirable podía citar sin esfuerzo fechas y lugares sin auxilio de Google alguno o personificar a San Martín en la figura interactiva del Libertador del Museo Histórico Nacional, contestando preguntas de los visitantes, con precisión, sin necesidad de más recursos que sus conocimientos del tema.
“La memoria que humilla”, como alguna vez lo bautizó –con ánimo jocoso– el común amigo y escritor Edgardo Lois, no tenía otra intención que aportar respaldo de conocedor a sus asertos.
Para él todo recuerdo dejaba de ser sólo la anécdota cordial y se transformaba en fundamento de ideas, hechos de raigambre social, orígenes de pensamiento político o pintura costumbrista en su histriónica capacidad de desacartonar la evocación sin vulgarizarla.
Para los que, desde el afecto, debemos soportar su temprana partida, sólo queda el magro consuelo de difundir su obra como tributo a una amistad que careciendo de su presencia, intenta, cuando menos, honrar su sabiduría.
Mario Bellocchio
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