Lo que va de Madrid a Buenos Aires
¿En cuánto difieren las historias de un madrileño y un porteño? Parece ser que basta un pequeño glosario…, que tampoco resulta imprescindible.
Todo por el cambio (Desde Madrid escribe Tomás Martínez)
No éramos sofisticados ni exquisitos, más bien demasiado elementales, desconocedores del glamour y del encanto. Estábamos a menos de un palmo de la realidad, tan cercanos al brasero que no podíamos ignorar su tufo mareante, tan próximos al cocido1 que era imposible desconocer la supremacía de los garbanzos, tan dentro de los zapatones de Segarra2 que sabíamos lo que pisábamos y lo hacíamos muy incómodos. Nunca pusimos en duda que nuestros cinco sentidos, correa de transmisión de un mundo de verdad, eran sin más, todo lo necesario para saber dónde y cómo estábamos. Así, sin maquillar, sin filtros defensivos para ir por la vida sorteando las trampas que a cada paso brotan como hongos.
Nuestro propio cuerpo se imponía con crudeza agobiante, vivíamos aterrorizados por peligros insalvables, por enfermedades misteriosas, sin remedio, contra las que oponíamos ungüentos, cataplasmas y ventosas. Epidemias devastadoras que tratábamos de vencer con reposo absoluto, dieta total y paciencia, o sea nada, confiar en la buena estrella y cruzar los dedos. Usábamos toda suerte de asquerosos remedios como la terrible purga con aceite de ricino o el no menos repulsivo aceite de hígado de bacalao, que atormentaban nuestra niñez. Irrigaciones, inhalaciones, gárgaras, inyecciones, gotas en nariz y oído, tintura de yodo, ponches calientes y demás geringolios que curaban poco y molestaban demasiado, eran aconsejados por los médicos, sin base y sin fe, para no quedarse quietos, a la espera, evidenciando impotencia. La convivencia con la enfermedad era cercana y prolongada, formaba parte de la normalidad.
También los irremediables rigores del tiempo, soportados con estoicismo, sin quejas, asumiendo fríos y calores, humedades, vientos y tormentas a puro cuerpo gentil. Pasamontañas, gabardinas3, canadienses, katiuskas, galochas, gabanes y capotes. Alpargatas, pescadoras, guayaberas, milrayas, percalitos y mangas cortas. En las cuatro estaciones, resignación y búsqueda de soles y sombras, según tocara. Aires acondicionados, calefacciones a toda mecha, vaporizadores, humidificadores y demás gollerías y delicadezas eran realidad sólo en las películas norteamericanas. La comodidad era valor de baja cotización, nada a tener en cuenta por gente recia, sobria y resistente.
Nuestro mundo de botijo4 y abanico, de fresquera5 y lavadero, de fuelle y badila6, de toquilla y manta palentina7, de bolsa de agua caliente y matamoscas, de azulete8 y aguarrás, de los mil y un chismes y achiperres ingeniosos de hojalata, baquelita y aluminio, de chicha y limoná, estaba predestinado a irse esfumando gradualmente ante nuestros ojos, sin inquietarnos, ni sorprendernos, como si siempre hubiéramos esperado ese cataclismo. Se iba a estrenar la calidad de vida y nosotros con aquellos pelos.
Se nos vino el diluvio, inundación universal de productos y mercancías pensados para endulzarnos la vida, para alejarnos del duro ejercicio de la realidad. Aparatos que se dedican a enfriar, calentar, congelar, lavar, planchar, freír, asar, tostar, coser y cantar.
Maquinitas sin hilos ni tuberías, que contienen todo lo que no habíamos imaginado, bibliotecas interminables, museos soñados, música compuesta, interpretada y cantada desde que el mundo es mundo. Quienes inventaron y perfeccionaron teléfono, telégrafo, imprenta, fotografía, cine o gramófono, con toda su inteligencia e ingenio, no pudieron prever que cualquier mindundi9 llevaría en su bolsillo, con peso insignificante, el fruto de su trabajo y mucho más.
Por descontado, cambiamos el coche de San Fernando, unos ratos a pie y otros andando, por automóviles, motocicletas, patinetes motorizados, escaleras mecánicas, pasillos rodantes y quien sabe cuántos ingenios existentes. Perdimos la noción de tiempo y espacio que nos regía y pasamos a competir por el lema olímpico: Citius, altius, fortius (más rápido, más alto, más fuerte), pero sin esfuerzo ni entrenamiento. Unos cracks. La salud, que es lo que importa, bien, gracias.
La deprimente situación de justificados miedos, por la virulencia y variedad de enfermedades sin tratamientos válidos por carencia de medios y conocimientos, dio paso, en poco tiempo, a cambios impulsados por la acción de los antibióticos, la generalización de las vacunas, la extensión de la sanidad pública y los avances quirúrgicos. La esperanza de vida subió drásticamente. No fueron ajenas al cambio la alimentación y la higiene, que trasformaron la sociedad, mejorando la calidad de vida hasta un nivel impensable. Por fortuna, dejamos de considerar la enfermedad como omnipresente y entre pastillas para todo y revisiones periódicas, ingresamos en el optimismo de las estadísticas al respecto. Las matemáticas son salud.
Y con todo esto fuimos marcando distancia entre lo retrasado que era el cada vez más remoto pasado y la fábula que nos envuelve. Dejamos de mirar al retrovisor, que parece que no conviene al buen ánimo y fijamos la mirada en el horizonte, que se nos promete lisonjero, pleno de variantes en las máquinas de ver la vida y a los otros, de promesas de nuevas versiones más potentes y divertidas, de series de entretenimiento todavía más entretenido. El no va más.
La vida es más vivible, pero la sociedad es más líquida, más distante del suelo que pisamos.
Como consecuencia, sufrimos una epidemia: el grupo de los inermes, los poco avisados, es cada día más numeroso; parecen de lo más normal hasta que tienen que mostrar su conexión con la realidad. Su expresión inteligente oculta la ausencia de capacidad para ubicarse fuera de la burbuja protectora que esta sociedad ha montado contra la inseguridad y el miedo. Creen en la asepsia y la inmunidad sobre todas las cosas, en la realidad que ven en sus pantallas. Ojalá tuvieran razón.
GLOSARIO
- Cocido: muy similar a nuestro puchero.
- Segarra, una antigua y tradicional zapatería española, algo así como nuestra Grimoldi.
- Gabardina = impermeable
- Un botijo es un recipiente de barro cocido poroso, diseñado para beber y conservar fresca el agua.
- Fresquera. Aquí se la conocía como fiambrera, una especie de jaula en la que se conservaban alimentos en un lugar fresco de la casa.
- Badila: paleta metálica para remover las brasas.
- Toquilla y manta palentina: manta tejida para bebés y palentina en referencia al origen: Palencia.
- Azulete: aquí se lo conoció como “Azul para lavar la ropa”, un cubo de azul de metileno que servía para el blanqueo de la ropa clara.
- Mindundi: un don nadie.
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