Anotación vírica V
Edgardo Lois. Quinta selección de Mientras tanto:
Entre los festejos por el sol también encontré tiempo para sentir el interrogante del miedo. Mucha gente caminando por la calle. Había tantos autos. Pensé en la cantidad de virus que anda de mano en mano, esperando comprador. Entonces el miedo en la gran ciudad. ¿Será necesario que tanta gente ande en la calle? No parecía día de aislamiento. Solo el barbijo nos hacía habitantes de la pandemia. El tiempo dirá, una vez más, el tiempo dirá.
La escritura, mi barrio. En ella respiro. Vero andante entre sus calles. Dentro de ella sé de la lluvia y el sol. Luego, sé de mis ánimos, de la memoria, de sus buenos fantasmas, y de los malos. Desde mi barrio sé que sigo presente en el paisaje general.
Escribo un puñado de líneas y dejo. Soy, existo y, a veces, hasta me gusta lo hallado. Existen también las veces en que la página me expulsa, y que de casualidad me permite, complotadas todas mis almas, asomarme apenas para anotar una línea, un par de palabras que guarden una imagen, una señal que resista hasta otro día, hasta un tiempo en el que vuelvo a ser en mi barrio: renovado el trago de sueño, idea y tinta, a fondo blanco.
Busqué la calle en este 21 de mayo. Nublado. Pintaba de lluvia pronta. Salí como tentando a la suerte: saber si me toca la sortija. Habitante de Mármol que acaba de dejar Garay, me llamó una joven garúa al primer giro en la calesita de la tarde. Esta vez elegí caminar por Salcedo, y lo hice. Pero también caminé por mi tiempo de garúa. Primero se existe en el tiempo.
Recordé a Garúa, el perro de mi viejo, la persona canina de ojos de miel que hace años duerme bajo la sombra fantasma del limonero, muerto. Y desde el barrio de Boedo salí detrás de muchas garúas. Porque sintonías diversas sueñan dentro de ella.
Caminé alrededor de una sobremesa de amigos, una isla anclada en un jardín, de madrugada. Se charlaba el vino y las memorias. Caminé, volví a esa primera parte de la alta noche –a lejanas anécdotas– bajo la expresión más leve de la garúa, esa caricia llamada rocío. Caminé en la escritura fina hacia la llovizna triste que acompañó mi regreso a la ciudad triste. En los días, en la vida otra antes del aislamiento, la pandemia.
Desde mi fundación como homo boedensis que guardo ceremonia secreta con la garúa de antes del ayer: llovizna la feliz urbanía en la mismísima aldea natal, en una damisela feliz.
Otro mundo, otro paisaje de barrio, se alumbró a primera hora de la tarde. En Boedo. Caminaba en cercanías del refugio cuando en la postal apareció una magia. De repente vi altísimas palmeras. ¿Pensando en nada o en todo llegué hasta un país otro? No, de ninguna manera, estaba parado en Castro y Rondeau. La esquina de las flacas y altas palmeras. Una encrucijada con árboles otros, de gran porte. Una esquina para un blues. El hombre haciendo un pacto con la presencia árbol. Guitarra lenta, memoriosa, verde.
A unos metros aparecen dos palmeras anchas, gruesas, no muy altas. En una vereda mediana –pasa un hombre caminando junto a la pared en tiempos de aislamiento– una palmera a cada lado de la puerta de la casa. Recortadas las raíces, y el tronco que llega hasta el cordón. Me detuve a mirarlas desde la vereda de enfrente, y luego crucé. Cuánto el tiempo transcurrido desde que esas palmeras ocupan esta tierra para ser mirada y sorpresa sobre Castro, entre Rondeau y Gibson. Cuántos los testigos. En testigo hoy me convierto, uno más frente al misterio.
Un colchón que aparece quemado en la tarde, desnudo su cuerpo en la avenida, al lado de un contenedor para la basura, habla de una noche que no pudo ser. Noche incierta. De ficción, noche por escribir. Noche cerrada sobre la vereda hasta que se hizo la llama. Tuvo actitud de salvaje roedor. Fue rata del Marqués cuando contó 120 días en Sodoma, la llama que se mandó colchón adentro buscando esencia y pulsión en cada bocado. Hambre de vivir bocetando la aventura de la muerte simple. Blanco de dientes en el interior de la llama que entró al colchón de alguien que sigue viviendo en la calle. Transcurre otra vida en la noche.
Camino el barrio. Descubro la huesería oxidada de un tiempo/espacio que seguro supo de refugio y amor. Esas ganas de creer que, al menos, al principio de las historias, la felicidad se hace de felicidad, y no de supuestos.
Palabras a partir de un colchón quemado. Filas de resortes en la quietud de la foto. Rectángulo de una plaza con borde chamuscado sobre la vereda. Enfiladas las palabras, y el dibujo de otra vida que no pudo ser.
29 de mayo. Camino bastante seguido por la vereda de la pizzería. Es parte de la extensión posible del recorrido que me lleva hasta el mercadito chino. “Buenos Muchachos” –boliche mezcla: aire parido entre el barrio de tango y la viola metalera– cerró por vacaciones durante febrero. Las remodelaciones anunciadas comenzaron en esos días. Un caos revolucionario reinaba en los primeros días de marzo. Luego la pandemia del virus, el aislamiento, las imposibilidades.
Antes del covid19, los sábados, cuando alcanzaba la moneda, iba por la noche a comprar cuatro empanadas de carne (buen porte: contundencia y relleno), mi cena. Completaba con una botella de vino. Único festejo de sábado. Pero entonces el mundo respiró aún más descalabrado.
Cada vez que paso frente a la pizzería miro a través del cristal. Sillas y mesas amontonadas, heladeras fuera de lugar. Un caos en la profundidad del local. Pero en cercanía del cristal hay una mesa y una silla, y otros cuerpos de la vieja decoración. Cada vez que paso veo el rastro fantasmal que dejó la última persona que hizo labor en el lugar. Quieto el fantasma y sus utensilios de hacer. Una o dos botellas chicas de gaseosa vacías. Un casco negro para la moto apoyado sobre una tarima, suelto, caído al pasar. Presencias sobre la mesa: alambres, palos, sobras diversas, polvo. En la foto: toda la quietud de un mundo revuelto, extraño.
Quietud encontró mi amigo Mario sobre Avenida Cobo, cerca de la esquina con Viel. Descubrió, una mañana de aislamiento, que el puesto del canillita amigo ya no era en el paisaje. Sobre la vereda la quietud de otra foto. Una de ausencia. Otra ausencia en pandemia.
Ausencia de los buenos muchachos y muchachas que ofrendaban mis empanadas de sábado por la noche. Ausencia del hombre que facilitaba Página 12 el domingo a la mañana. Ausencia de las personas que hacen a la vida y el cariño. Sin querer transcurre el tiempo. Sin querer nace la pertenencia. Simples cuestiones de la criatura que sabe de querencia, y luego de memoria. Siempre la ñata contra el vidrio de la historia.
Por qué razón, hoy 31 de mayo, falta la figura del Gauchito Gil de su plataforma atornillada al árbol en la vereda de Las Casas. Miré entre las ofrendas. Nadie en el piso. El Gauchito no había caído.
Una ráfaga fuerte de viento frío llevó mi mechón de canas a la cara. El movimiento hizo que mirara al cielo. Entonces me permití buscar al desaparecido. Quizá caminara árbol arriba esperando regresar a casa. Se vienen tiempos de tapera. Cómo será la vuelta a casa después del aislamiento, la pandemia. Qué del sabor del regreso, de la partida, las ausencias. Qué de ciertas historias. Qué de las incógnitas. De pie frente al altar vacío pedí seguir caminando el sueño. En Boedo, mi barrio.
Mayo. Desde el interior de un contenedor volaban cartones sobre el cemento; en el buche un muchacho era ágil laboro. Cuál la retribución por su sacrificio. El carro de metal y bolsón plástico esperaba cercano. Cercana a otro contenedor quedó la caja nueva –un buen bocado para cualquier cartonero– de la tv más grande de nuestro mundo. Una complicación, tirar semejante caja, para el feliz comprador de la pantalla que puede reflejar lo que resta de este: nuestro mundo de las pandemias.
El mundo estalla alrededor de dos contenedores. En esta, mi aldea natal, hoy mismo. Salí a buscar el sustento. Caminar y mirar. Quise anotar que tantas son las personas que viven en la calle. De la calle. El cartón no alcanza. Cartón para vender. Cartón para que la viejita, frente al Congreso Nacional, use la materia base en forma de caja, y funde un simulacro de mesa. Así es como funciona en su vida. Desayunar el día oscuro, bajo el sol de la mañana.