Achicharrarse
Por Edgardo Lois
Atronador sabe presentarse el grito estirado de las chicharras en el calor de Gualeguay. Sobre el espinillo del fondo, a metros del jacarandá, una comunidad de chicharras fundó la apariencia de una patria.
Un misterio se alumbró una tarde de riego. Caminaba por el jardín obsequiando el líquido elemento. En la recorrida el espinillo también recibe su trago, aunque se sabe: el muchacho crece igual entre lluvias. Camino sin hacer distingos, un poco de agua para todos.
Cuando el agua caía sobre la tierra y el primer tramo del tronco, descubrí tres figuras un tanto monstruosas. Unas criaturas translúcidas aferradas a la corteza del árbol. Una ocurrencia de Giger para la tierra, me dije. Decidí no molestar el reposo, la meditación de los tres horrores. Parecían salidos de una película de terror serie B. Recuerdo que alcé la vista, y descubrí otros seres en las ramas próximas. Me llamó la atención que aparecieran solo en la parte baja del árbol.
Seguí con mi actividad en silencio, para no despertar a los visitantes. Las manos y patas bien aferradas, una apariencia de monstruo espacial hecho con el envase de alguna gaseosa. Color indefinido, quizás algún tono cercano a un sepia enfermo, corrupto.
Sorpresa mayúscula cuando a los dos días encontré al pie del espinillo los cuerpos, pensé, sin vida, de los tres reyes magos descubiertos mientras al parecer hacían un alto en el camino de ascensión hacia la copa que desborda de verde y de cielo.
Tengo muchos años de contacto con distintos seres provenientes de diversos espacios terrenos y siderales, por lo tanto me animé a investigar uno de los cadáveres. Me llevé una sorpresa extra al encontrarme con un cuerpo que efectivamente era nacido de la concepción filosófica que sabe de engendrar envases como el de las gaseosas. Tenía la apariencia de un extraño globo que permanecía en el simulacro de contener, a pesar del agujero que el monstruo evidenciaba en la parte superior de lo que parecía ser la cabeza. Pensé que en realidad mi espinillo no guardaba habitantes raros, sino cáscaras.
Quedé pensativo. Tanto fue así que, al encontrarme con el señor Albornoz, mi nuevo vecino, salió el tema del griterío de las chicharras. Fue cuando conté mis investigaciones relacionadas más con el espacio sideral, que con la tierra.
El señor Albornoz me comentó que, cuando era gurí y vivía en un campo cercano a Gualeguay, vio que había agujeros en el suelo, bajo un espinillo. Y desde ahí vio salir unos gusanos desagradables que se arrastraron hasta el árbol. Se las arreglaban para trepar un poco y ahí se disfrazaban, a media altura, de bicho común mientras adentro meta darle al trabajo de fabricarse alas. Cuando terminaban, salían por fin de la apariencia de bicho común que anda por la vida como cualquier otro, e iniciaban el vuelo. Rompían el refugio, la cáscara que los envolvía, y la dejaban, sin pena ni culpa, agarrada al árbol.
Así nace la chicharra que, a poco de volar, se olvida de su origen en la tierra, se olvida del hogar que la cobijó, se olvida del barrio porque solo piensa en el vuelo propio. Vive de trampolín entre las ramas del espinillo. Lleva una vida tristona y tensa una vez que descubre la punta de la verdad: la altura soñada para su historia no existe, el cielo entrevisto no pasa de cartón pintado, solo queda el “mientras tanto” de la vida. Cuando lo tienen asimilado, cuando al fin entienden, gritan, amontonadas y a la vez en soledad, con grito estirado. Quizá, me digo, sea el lamento por no haber guardado memoria de los hermanos.
Apuntes, ideas, descubrimientos, desde el nuevo paisaje alumbrado: zona de chacras en las afueras de la ciudad.
En Boedo, mi barrio, también saben del lamento de las chicharras. Un grito urgente, veloz, pero con la misma sustancia, la misma media altura bajo el sol.
Edgardo Lois / Enero 2015 / Gualeguay