La despedida
Imágenes del último homenaje al ex presidente
Los presidentes americanos rodean a la Jefa de Estado junto al féretro mientras fuera, en la Plaza de Mayo, miles de ciudadanos forman una larga fila que llegaba hasta diez cuadras del lugar, para poder hacerse presentes en el Salón de los Patriotas Latinoamericanos.
Crónica de un velorio sin muerto
Se hace difícil tratar de volcar en palabras lo que se vivió en Plaza de Mayo. Se agotan los sinónimos, el alfabeto me renuncia. Puedo decir que ni bien bajé del subte E, tan solo de sentir el rumor cálido del pueblo unido, me invadieron las lágrimas. Y por un rato me cegaron. A tientas traté de adivinar el comienzo de la procesión hacia Casa Rosada. Empecé a caminar, entonces, hacia atrás. Cuadras y cuadras retrocediendo, cuadras y cuadras de gente en fila simple; de familias, de jóvenes, de banderas. Gente de a pie, trabajadores de casco, trabajadores de corbata, cantando, vivando. Caminé por Avenida de Mayo hasta bordear la 9 de Julio. La cola doblaba y se introducía en Rivadavia. Por Rivadavia eran varias cuadras hasta la Catedral. Recién ahí se atisbaba un comienzo de fila que recibía incesantemente nuevos visitantes. Lloré y seguí llorando con lágrimas confusas. Con una mezcla agitada de pena y esperanza. Una mano ajena y desconocida me dio fuerzas. Sentí una palmada. No distinguí demasiado bien quien me contenía, pero no importaba. Nos dábamos fuerzas todos. “Olelelé… olalá… si este no es el pueblo, el pueblo donde está”. La fila avanzó lenta pero hacerla no pesaba. Cada paso que nos acercaba hacia Casa Rosada nos llenaba de esperanza.
Con mis 26 años, fue la primera vez que me sentí caminando por la historia. La primera vez que no la veía desde los libros, ni me la contaba un abuelo con la mirada añeja y afiebrada.
Al pisar los primeros pastos de la plaza, luego de muchas horas de paciente caminata, una mezcla de orgullo y tenue silencio nos abombaba. Nosotros, el pueblo, habíamos estado cantando casi incesantemente. El pueblo militante, el pueblo trabajador, el pueblo autoconvocado. Todo el pueblo, o por lo menos esa parte que no necesita que le toquen el bolsillo para ir a la plaza. Estábamos por necesidad. Empujados por un deseo muy profundo de estar. De darnos aliento, de sentirnos juntos, de brindar nuestro afecto, hacia nosotros y hacia aquellos a los que el roce opaco de la muerte se les hizo más cercano, más personal. Un abrazo se nos hincaba en los huesos a cada caminante de la procesión. Con paciencia ofrendábamos nuestra alegría y constancia a una plaza que supo tantas veces ser tan negra, y en este 28 de octubre, se nos hacía contradictoriamente iluminada. Y así fue que mientras pasábamos el arco de la Casa Rosada, ese abrazo se nos colaba entre los dedos, nos calcinaba el vientre mientras los cantos se atenuaban. Ahí estaba ella. Erguida, entera. Alguien gritó: ¡fuerza Cristina!, y ella simplemente se llevó las manos al corazón. Agradecía. Detrás del reparo de sus lentes gruesos, se la veía entera. Erguida. Mi vergüenza simplemente me permitió mirarla y llevarme también las manos al pecho. El abrazo se me hizo fuego en la sangre. ¡Fuerza Cristina! Pensé por dentro.
Momentos después, ya saliendo de la Rosada, me dí cuenta. No miré hacia el cajón. Quizás fue que no pude. Quizás fue el vértigo del momento. O quizás fue, que no necesité mirarlo. Después de todo, quien puede decirme que Néstor está muerto. Nadie que haya estado en la plaza lo dirá. Podrá decirlo un doctor, podrá decirlo la placa mortecina de un canal de noticias… Pero, después de todo, nunca confié demasiado en las placas de noticias. Y los médicos con su ciencia estricta, obvian la magia de lo inexacto. Néstor, fiel a su estilo, seguramente hizo la fila con cada uno de nosotros, hizo chistes, cantó “Andate Cobos…”. Es más, quien sabe…, permítanme que me ilusione. A lo mejor fue de Néstor aquella palmada anónima que me dio aire. En definitiva, esa palmada la sentimos todos los que caminamos con fuerza las calles de la historia.
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