Vestidos de cartulina
Por Mónica López Ocón |
El narrador de un cuento de Borges dice haber encontrado el aleph en una casa de la calle Garay que muy pronto sería demolida. Las calles del Sur parecen albergar tesoros escondidos. Desde que en el siglo XIX la fiebre amarilla desplazó a los vecinos ricos hacia el Norte, en el Sur sólo quedaron objetos cuyo valor, incalculable, puede medirse únicamente en unidades literarias que conforman el relato del pasado. Mucho después de la epidemia que, se comenta, enterró muchos muertos en lo que hoy es la placita Garay, la autopista vino a darle, de manera definitiva, un carácter insular. Los autos que circulan por ella a toda velocidad son el cerco de un tiempo que transcurre lento. En San Cristóbal, por ejemplo, la polución que envenena el aire no proviene tanto de los desechos de los caños de escape como de las partículas tóxicas del ayer que flotan sobre las personas y las casas formando una nube de smog anacrónico. Doblando desde Pasco por San Juan, una cuadra o dos antes de llegar a Entre Ríos, hay una juguetería polvorienta. Quien se detenga en la vidriera podrá observar que los juguetes que ofrece, aunque de fabricación reciente, tienen una evidente pátina de otro tiempo. Quizá sea el polvillo que se acumula en los estantes, o la vidriera enorme que representa de manera escenográfica la desmesura que tienen las cosas en la infancia. Lo cierto es que allí, hasta los autitos a control remoto y las muñecas que tienen un llanto alimentado a batería provocan un efecto de nostalgia anacrónica. Los chicos que compran sus juguetes en la juguetería polvorienta de la calle San Juan terminan jugando, fantasmagóricamente, con los juguetes de sus padres y sus abuelos. Intoxicados por el aire espeso en el que flotan partículas del pasado, navegan por infancias ajenas de las que quizás escucharon idealizadas referencias en las charlas familiares. Aunque no sea cierto, siempre se tiende a pensar que la felicidad está en otro tiempo, en algún barrio remoto de la memoria al que ya no se puede volver. Invirtiendo el orden las tareas escolares, se vive con la convicción de que los años de la infancia son la versión definitiva de nuestra vida, de la que a través del tiempo vamos escribiendo sucesivos borradores cada vez más imperfectos y tachados, llenos de faltas de ortografía y de traiciones a aquel original que recordamos magnífico.
En aquella juguetería de la calle San Juan de la que hablo, mi madre me compraba unos libritos de cartulina, parecidos a los de colorear figuras siguiendo unos modelos. Pero éstos eran para recortar vestidos que, doblándoles las pequeñas pestañas que sobresalían del contorno, vestían a la niña de cartulina que también venía impresa en el librito. No conozco a ninguna mujer de mi edad, ni incluso más joven, que no recuerde esos vestidos de cartulina con fascinación. Es que ese juguete constituía uno de esos raros privilegios de la infancia: el de lograr lo que luego será imposible. Un simple cambio de atuendo provocaba un cambio de identidad. He vestido a esas muñecas de cartulina sucesivamente de odaliscas de Las Mil y una Noches, de marineras, de niñas, de enfermeras, españolas… Junto con aquellas muñecas casi sin espesor, yo misma mutaba constantemente, como si me sujetara identidades nuevas apenas con unas pestañas de cartulina.
A un nivel modesto, aquel juguete tenía aspiraciones de aleph borgeano. Si éste era un punto del espacio que contenía a todos los demás, el aleph de cartulina encontrado en la juguetería de la calle San Juan era un esbozo de identidad que contenía todas las identidades posibles.
No he vuelto a ver aquellos libritos de cartulina, cuyas figuras recortaba con las tijeras de coser de mi madre, excepto durante la época de la importación furiosa. Me compré entonces una versión sofisticada de aquellos de mi infancia. La muñeca de cartulina era una niña inglesa del siglo XVIII que había que pegar sobre un cartón duro e incluía un pie, también de cartón, que la mantenía erguida. La vestí de pastora (hasta las ovejas se apoyaban sólidamente sobre un pie), de mucama, de viajera que recorría el mundo con valijas de cartón, de niña que va de visita a tomar el “five o’clock tea”. La taza y la tetera quedaban sujetas a sus manos apenas se doblaba la pestaña correspondiente. Por aquel entonces mi hija era chica. Tenía la edad exacta para deslumbrarse con aquel mundo en miniatura. Pero egoístamente lo guardé para mí. Aunque más brillante y colorido, aquel juguete era un borrador imperfecto del de mi infancia. Pasé horas cambiando la identidad de la muñeca, pero este milagro tenía alcance limitado. Yo no pude –no supe– mutar con ella. Para que sucediera esto el librito de cartulina tendría que habérmelo comprado mi madre en la librería polvorienta de la calle San Juan. Y esto ya no es posible. Mi madre es también una desvaída imagen de cartulina.
Es curioso lo que nos hace el tiempo. Se nos vuelve imposible volver a ser otros, aunque estemos hartos de ser quienes somos. La identidad se transforma en una condena. Y, paradójicamente, esa involuntaria insistencia en ser nosotros mismos, esa imposibilidad de renunciar, siquiera por un momento, a la historia que cargamos nos convierte en seres tan frágiles como una figura de cartulina.