“Pucherito de gallina”
Rumbosa historia la de un restorán de nombre “El Tropezón” que comenzó a hacerse lugar de culto a partir de 1926, en Callao 248
Por Mario Bellocchio
Rumbosa historia la de un restorán de nombre “El Tropezón” que comenzó a hacerse lugar de culto a partir de fijar residencia –la última– en Callao 248, en 1926, cuando ya tenía 30 años sobre sus espaldas doloridas por derrumbes y traslados, apenas a un par de cuadras del Congreso y con el prestigio a cuestas de su celebérrimo “puchero de gallina”, el preferido de Gardel, una de las celebridades que le dieron lustre desde la mesa 48, su elegida.
Pero para llegar a éste, su lugar en el mundo porteño, “El Tropezón” había partido en 1896 de la esquina noreste de Callao y Bartolomé Mitre, un modesto local que funcionaba como almacén con anexo lechería, transformada en “fonda” por dos gallegos de Galicia –aclaración necesaria para porteños acostumbrados a “galleguizar” a todos los españoles–, dos trabajadores de gran iniciativa: Manuel Fernández y Ramiro Castaño, que confiaban en sus habilidades culinarias y la perspectiva comercial del recientemente promovido vecindario del Congreso.
Pronto se ven en la necesidad de ampliar las instalaciones y se deciden por un local sito en Cangallo 1819, a metros de Callao, en la planta baja de un viejo edificio de pisos y con el Hotel Callao como vecino con historia. El local de inmediato toma fama entre la nocturnidad del centro y la concurrencia, especialmente diurna, de políticos y legisladores que lo convierten en cenáculo apropiado para sus reuniones de acuerdos, contactos y relaciones.
Pero ese ámbito acogedor de nada hubiera valido de no mediar su gastronomía. Se cuenta que la necesidad de proveer una sabrosa, duradera y abundante comida para sobrellevar el diálogo a fondo hasta la consumación del propósito, aguzó la mente de los galaicos en torno a su famoso “cocido”, rebautizado porteñamente “puchero” pero, contrariamente a lo que sucedía en las humildes versiones de la pobreza de conventillo, este modo no reparaba en gastos e incluía no sólo gallina, sino carne vacuna –falda, rabo–, o porcina, con el agregado de todos los aditamentos vegetales y de chacinados imaginables, más el infaltable osobuco con su apetitoso tuétano.
Todo iba viento en popa hasta una noche de invierno de 1925. Un 7 de julio a las 9 y media de la noche, en plena cena, comenzaron a escucharse alarmantes ruidos de resquebrajamiento de mampostería. El personal alertado procedió a un rápido y ordenado desalojo. Casi de inmediato se produjo el derrumbe del local, arrastrando tras de sí a dos de los pisos del Hotel Callao. Gracias a la medida preventiva no hubo que lamentar más desgracias personales que la pérdida de algún que otro pucherete de las mesas servidas, y el local, ya entrañablemente incorporado a las costumbres porteñas por sus abundantes habitués.
El accidente no iba a ser obstáculo para la continuidad de “El Tropezón”. En menos de un año, el 11 de febrero de 1926, a la vuelta del derrumbe, nace el tercer local en una nueva y ya definitiva ubicación: Callo 248/52. Ocurrió paralelamente un acontecimiento de repercusión internacional –y particularmente porteña–, el cruce del atlántico por el hidroavión Plus Ultra. Y al intendente de la Ciudad, Martín Noel, no se le ocurrió mejor idea que invitar a los héroes a comer un puchero, en la reinauguración del Tropezón, a los héroes españoles. Así el comandante Franco acompañado por sus oficiales Durán, Ruiz de Alda y Ruda pudieron disfrutar del manjar que circuló gratuito para cuantos quisieran participar del convite durante 24 horas, en lo que fue la fiesta popular de la inauguración del nuevo local, prolongada en las veredas del establecimiento.
De ahí en más, hasta 1983, “El Tropezón” contó con los más encumbrados comensales, a punto tal que se ponía en duda la celebridad de más de uno que confesara que no había pasado alguna vez por sus mesas. Desde aquellos “fundacionales” que incluían a políticos, intelectuales y artistas de los primeros tiempos –Gardel, Leguizamo, Parravicini, Lola Membrives, los Discépolo, Bianquet “El Cachafaz”, Troilo, Alipi, Alfredo Palacios, Cernadas, Yrigoyen, Balbín, Perette, Vacarezza, Soria, De Vedia, Novión, Sánchez Gardel, Saldías, Sosa Cordero, Edmundo Guibourg y siguen las firmas– hasta los más contemporáneos inmortalizados en 1951 por un cantor de Lanús que compuso, letra y música, de “Pucherito de Gallina”: Roberto Medina, apadrinado por la fortuna de que lo tomara Edmundo Rivero y produjera la célebre versión: “Cabaret, Tropezón, era la eterna rutina, pucherito de gallina, con viejo vino carlón…”. Se lo recuerda como el restorán ineludible de los noctámbulos y de lo que comenzaba a llamarse “la farándula”, público de cine y teatros y las celebridades: artistas, literatos, deportistas, políticos y periodistas dispuestos a estirar la noche en tertulias interminables.
“Tenía una vajilla de plata, recuerdos de la Belle Époque, y el puchero de gallina que servían era pantagruélico. Los caracús (tuétano) venían en una olla con caldo y los fanas lo untaban en pan. Era imposible que los comensales pudieran terminar con el manjar. Siempre quedaban verduras, carnes, choclos, papas, garbanzos y demás ingredientes en las fuentes humeantes”. Así lo recuerda José María Otero en su “tangos al bardo”.
Allá por la década de 1950, asume la posta su dueño final: Segundo Ramos, quien tiene el tino de no producir innovaciones tajantes sobre algo que se basa en costumbres arraigadas. Y sigue en la explotación del negocio hasta que el sino del derrumbe –presecutorio desde aquel fatídico de 1925– acaba con la marquesina de la elegante entrada con sus puertas de madera “nouveau”. Y Ramos decide el cierre del establecimiento. Es 1983, y Alfonsín ya no podrá, en lo futuro, disfrutar del culinario refugio. Los habitués del restorán reciben parte de la valiosa vajilla como souvenir y reconocimiento de su propietario. La interminable barra, los percheros tonnet, la boiserie de madera con espejos biselados, seguramente habrán corrido suertes diversas en algún establecimiento de demoliciones o reventa de amoblamientos antiguos. Se van con ellos los cálidos recuerdos arrastrados por el almanaque cuyo motor –como se sabe– no tiene marcha atrás.
En lo contemporáneo, la aparición de un Tropezón siglo XXI, tiene el valor que otorga la compra de los derechos de uso de la marca. En Boedo tenemos, al menos, un par de ejemplos: la “Esquina Homero Manzi”, emprendimiento meritorio, si los hay, inaccesible para los boedenses, pensado en precios y ornamentación para el turismo vernáculo. O el “Trianón”, con su importante restorán, que del Trianón original sólo conserva el intento de revitalizar su sandwich de pavita.
Para “El Tropezón” y su reapertura –apertura en el mismo local de otro establecimiento que lleva su nombre– deslumbra con la inversión en diseño, señaladamente opuesto al que hizo célebre al restorán inicial. Y la iniciativa de un emprendimiento de lujo que cotiza el cubierto del menú completo que incluye el celebérrimo puchero a $ 950. Está todo dicho.
*Precisiones de datos históricos extraídas de (http://www.elarcondelahistoria.com)
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